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Pone sus manos en sus caderas, sacudiendo la cabeza.
—Lo siento, pero no vivo en un cuento de hadas. Vivo en el mundo real,
donde la gente resuelve sus...
Su voz se desvanece, y doy un paso adelante, levantando mis cejas,
desafiándola a que lo diga.
—Problemas. Adelante, mamá. Dilo.
Es la palabra que resume lo que siempre he sido para ella.
Ella exhala lentamente, sus ojos se ablandan por primera vez en mucho
tiempo.
—No eres un problema, Will. Eres mi Hijo.
—Entonces, ¡se mi mamá! —grito, mi visión se está volviendo roja—.
¿Cuándo fue la última vez que fuiste eso, ah?
—Will —dice, dando un paso más cerca de mí—. Estoy tratando de
ayudarte. Estoy tratando de…
—¿Me conoces en absoluto? ¿Has mirado alguno de mis dibujos?
¿Sabías que hay una chica que me gusta? Apuesto a que no. —Sacudo la
cabeza, la rabia brotando de mí—. ¿Cómo podrías? ¡Lo único que ves de mí
es mi maldita enfermedad!
Señalo todos los libros de arte y revistas apilados en mi escritorio.
—¿Quién es mi artista favorito, mamá? No tienes idea, ¿verdad?
¿Quieres un problema que solucionar? Arregla cómo me miras.
Nos miramos el uno al otro. Ella traga, recogiéndose y estirándose para
tomar su bolso de la cama, su voz suave y firme.
—Te veo bien, Will.
Se va, cerrando la puerta silenciosamente detrás de ella. Por supuesto
que se fue. Me siento en mi cama, frustrado, y miro para ver un regalo
elaborado, una gran cinta roja atada cuidadosamente alrededor de ella. Casi
lo tiro, pero en lugar de eso lo agarro, listo para ver lo que ella podría pensar
que querría. Rompo la cinta y el papel de regalo para revelar un marco.
No puedo entender lo que estoy viendo. No porque no lo reconozca.
Porque lo hago.
Es una tira de caricatura política de los años cuarenta. Un original de
la fotocopia que he colgado en mi habitación.
Firmado y fechado y todo. Tan raro, ni siquiera creía que todavía
existiera alguno.
Mierda.
Me acuesto en mi cama, agarrando mi almohada y poniéndola sobre mi
cara, la frustración que sentía por ella se transfiere a mí mismo.