2 pideme lo que quieras ahora y siempre de megan maxwell
encuentra en una encrucijada: su sobrino o yo.¿Qué debe hacer?Durante horas observo cómo intenta solucionar el problema por teléfono. Habla conla mujer que cuidaba hasta ahora a su sobrino y discute. No entiende que no lo haya avisadocon tiempo para buscar una sustituta. Después, habla con su hermana Marta y se desespera.Habla con su madre y vuelve a discutir. Le oigo hablar con el pequeño Flyn y siento suimpotencia al dialogar con él. Por la tarde, al verlo agotado, tremendamente agobiado y sinsaber qué hacer, se impone mi sentido común y accedo a acompañarlo a Alemania. Tieneque resolver un problema. Cuando se lo digo, cierra los ojos, pone su frente sobre la mía yme abraza.Hablo con mi padre y quedo en regresar el día 31 para cenar con ellos. Mi padre semuestra conforme, pero me deja claro que, si al final, por lo que sea, decido quedarme esteaño en Alemania, lo entenderá. Esa tarde cogemos su jet privado en Jerez, y éste nos llevahasta el aeropuerto Franz Josef Strauss Internacional de Múnich.
8En Alemania ha caído una gran nevada y hace un frío de mil demonios. Al llegarnos espera un coche oscuro. Eric saluda al chófer y, tras presentármelo y saber que se llamaNorbert, nos montamos en el vehículo.Observo las calles nevadas y vacías mientras Eric habla por teléfono con su madre ypromete ir a su casa mañana. Nadie juega con la nieve ni pasea de la mano. Cuando elcoche, media hora después, se para ante una gran verja de color acero intuyo que ya hemosllegado. La verja se abre y veo junto a ella una pequeña casita. Eric me indica que ésa es lavivienda del matrimonio que trabaja en su casa. El coche continúa a través de un bonito yhelado jardín. Pestañeo alucinada al contemplar el precioso y enorme caserón que apareceante mí. Cuando el coche se para, Eric me ayuda a bajar y, al ver cómo miro a mi alrededor,dice:—Bienvenida a casa.Su voz, su gesto y cómo me mira hacen que se me ponga toda la carne de gallina.Me agarra de la mano con decisión y tira de mí. Lo sigo y, cuando una mujer de unoscincuenta años nos abre la puerta rápidamente, Eric la saluda y me la presenta:—Judith, ella es Simona. Se ocupa de la casa junto con su marido.La mujer sonríe, y yo hago lo mismo. Entramos en el enorme vestíbulo cuando llegahasta nosotros el hombre que nos ha recogido en el aeropuerto.—Norbert es su marido —señala Eric.Ni corta ni perezosa, les planto dos besazos en la cara que los dejan trastocados ydigo en mi perfecto alemán:—Estoy encantada de conoceros.El matrimonio, alucinado por mi efusividad, intercambia una mirada.—Lo mismo decimos, señorita.Eric sonríe.—Simona, Norbert, márchense a descansar. Es tarde.—Subiremos antes el equipaje a su habitación, señor —indica Norbert.Una vez que se marchan con nuestro equipaje, Eric me dedica una mirada burlona ycuchichea:—En Alemania no somos tan besucones y los ha sorprendido.—¡Vaya!, lo siento.Con una candorosa sonrisa, clava sus bonitos ojos en mí y murmura mientras metoca el óvalo de la cara con delicadeza:—No pasa nada, Jud. Estoy seguro de que tu manera de ser les va a gustar tantocomo a mí.
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En Alemania ha caído una gran nevada y hace un frío de mil demonios. Al llegar
nos espera un coche oscuro. Eric saluda al chófer y, tras presentármelo y saber que se llama
Norbert, nos montamos en el vehículo.
Observo las calles nevadas y vacías mientras Eric habla por teléfono con su madre y
promete ir a su casa mañana. Nadie juega con la nieve ni pasea de la mano. Cuando el
coche, media hora después, se para ante una gran verja de color acero intuyo que ya hemos
llegado. La verja se abre y veo junto a ella una pequeña casita. Eric me indica que ésa es la
vivienda del matrimonio que trabaja en su casa. El coche continúa a través de un bonito y
helado jardín. Pestañeo alucinada al contemplar el precioso y enorme caserón que aparece
ante mí. Cuando el coche se para, Eric me ayuda a bajar y, al ver cómo miro a mi alrededor,
dice:
—Bienvenida a casa.
Su voz, su gesto y cómo me mira hacen que se me ponga toda la carne de gallina.
Me agarra de la mano con decisión y tira de mí. Lo sigo y, cuando una mujer de unos
cincuenta años nos abre la puerta rápidamente, Eric la saluda y me la presenta:
—Judith, ella es Simona. Se ocupa de la casa junto con su marido.
La mujer sonríe, y yo hago lo mismo. Entramos en el enorme vestíbulo cuando llega
hasta nosotros el hombre que nos ha recogido en el aeropuerto.
—Norbert es su marido —señala Eric.
Ni corta ni perezosa, les planto dos besazos en la cara que los dejan trastocados y
digo en mi perfecto alemán:
—Estoy encantada de conoceros.
El matrimonio, alucinado por mi efusividad, intercambia una mirada.
—Lo mismo decimos, señorita.
Eric sonríe.
—Simona, Norbert, márchense a descansar. Es tarde.
—Subiremos antes el equipaje a su habitación, señor —indica Norbert.
Una vez que se marchan con nuestro equipaje, Eric me dedica una mirada burlona y
cuchichea:
—En Alemania no somos tan besucones y los ha sorprendido.
—¡Vaya!, lo siento.
Con una candorosa sonrisa, clava sus bonitos ojos en mí y murmura mientras me
toca el óvalo de la cara con delicadeza:
—No pasa nada, Jud. Estoy seguro de que tu manera de ser les va a gustar tanto
como a mí.