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2 pideme lo que quieras ahora y siempre de megan maxwell

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cama contigo. No te lo mereces.

Asiente lentamente con gesto tenso mientras sé que en este momento debe de estar

acordándose de todos mis antepasados, y murmura, pasado el primer impacto:

—Ya sabes que la casa tiene cuatro habitaciones. Escoge la que quieras. Yo dormiré

en cualquiera de las que queden libres.

Sin mirarlo, agarro mi mochila y me dirijo hacia la habitación que él y yo

utilizábamos en verano. Nuestra habitación. Está preciosa. Eric ha puesto una cama enorme

con dosel en el centro de la estancia que es una maravilla. Muebles blancos decapados y

cortinas de hilo en naranja a juego con la colcha. Miro el techo y veo un ventilador. ¡Me

encantan los ventiladores! Cierro la puerta y mi corazón bombea con fuerza.

¿Qué estoy haciendo?

Deseo que me desnude, que me bese, que me haga el amor como nos gusta a los

dos, pero aquí estoy, negándome a mí misma lo que más anhelo y negándoselo a él.

Tras dejar mi equipaje junto a una pared del dormitorio, me miro en el espejo

ovalado a juego con los muebles y sonrío. Mi apariencia con este vestido es de lo más sexy

y sugerente. No me extraña que Eric me mire así. Con malicia sonrío y planeo meter más el

dedito en la llaga. Quiero castigarlo. Abro la puerta, busco a Eric y lo veo parado frente a la

chimenea.

—¿Puedo pedirte un favor?

—Claro.

Consciente de lo que voy a pedir, me acerco a él, me retiro mi oscuro y largo pelo

hacia un lado, y le solicito, mimosa:

—¿Podrías bajarme la cremallera del vestido?

Me doy la vuelta para que no descubra mi sonrisa y lo oigo resoplar.

No veo su gesto, pero imagino su mirada clavada en mi espalda. En mi piel. Sus

manos se posan en mí. ¡Uf, qué calor! Muy lentamente va bajando la cremallera. Noto su

respiración en mi cuello. ¡Excitante! Sé los esfuerzos que hace para no arrancarme el

vestido e incumplir el castigo.

—Jud...

—Dime, Eric...

—Te deseo —confiesa con voz ronca en mi oreja.

La carne se me pone de gallina. Los pelos se me erizan y no respondo. No puedo.

No llevo sujetador y la cremallera termina al final de mi trasero. Sé que mira mi

tanga negro. Mi piel. Mis nalgas. Lo sé. Lo conozco.

Yo también lo deseo. Me muero por sus huesos. Pero estoy dispuesta a conseguir mi

objetivo.

—¿Y qué deseas? —digo sin darme la vuelta.

Acercándose más a mí, le permito que me abrace desde atrás y sus palabras

resuenan en mi oreja.

—Te deseo a ti.

¡Dios, estoy frenética!, por no decir caliente y terriblemente excitada. Sin mirarlo,

apoyo mi cabeza en su pecho, cierro los ojos y musito:

—¿Te gustaría tocarme, desnudarme y hacerme el amor?

—Sí.

—¿Con posesión? —murmuro con un hilillo de voz.

—Sí.

Expulso el aire de mis pulmones o me ahogo. Noto su erección cada momento más

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