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retomar tu trabajo.
Niego con la cabeza. No quiero volver a trabajar en su empresa. Eric continúa:
—Judith, sé adulta. Una vez me dijiste que tu amigo Miguel necesitaba un trabajo
para pagar su casa, su comida y poder vivir. Tú has de hacer lo mismo, y con el paro y la
crisis que hay en España te resultará muy difícil conseguir un trabajo decente. Hay un
nuevo jefe en ese departamento y sé que no tendrás ningún problema con él. En cuanto a
mí, no te preocupes. No tienes por qué verme. Ya te he aburrido bastante.
Esta última frase me duele. Sé que la dice por lo que le grité la otra noche, pero no
digo nada. Lo escucho. La cabeza me da vueltas, pero sé que tiene razón. Vuelve a tener
razón. Contar con un trabajo hoy en día es algo que no está al alcance de todo el mundo y
no puedo rechazar la oferta. Al final, accedo:
—De acuerdo. Hablaré con Gerardo.
Eric asiente.
—Espero que retomes tu vida, Judith, porque yo voy a retomar la mía. Como dijiste
cuando besaste a Björn, ya no soy el dueño de tu boca ni tú de la mía.
—Y eso ¿a qué viene ahora?
Con la mirada clavada en mí, dice cambiando el tono de su voz:
—A que ahora podrás besar a quien te venga en gana.
—Tú también lo podrás hacer. Espero que juegues mucho.
—No dudes que lo haré —puntualiza con una fría sonrisa.
Nos miramos, y cuando no puedo más, salgo de la habitación sin despedirme de él.
No puedo. No salen las palabras de mi boca. Bajo la escalera a todo gas, y llego a mi
cuartito. Cierro la puerta, y entonces, sólo entonces, me permito maldecir.
Esa noche, cuando todo está empaquetado, le indico a Simona que un camión irá a
las seis de la mañana para llevarlo todo al aeropuerto. Veinte cajas llegaron de Madrid.
Veinte regresan. Con tristeza cojo un sobre para hacer lo último que tengo que hacer en esa
casa. Con un bolígrafo, en la mitad del sobre escribo «Eric». Después, cojo un trozo de
papel y tras pensar qué poner, simplemente anoto: «Adiós y cuídate». Mejor algo
impersonal.
Cuando suelto el bolígrafo, me miro la mano. Me tiembla. Me quito el precioso
anillo que ya le devolví otra vez y, temblorosa, leo lo que pone en su interior: «Pídeme lo
que quieras, ahora y siempre».
Cierro los ojos.
El ahora y siempre no ha podido ser posible.
Aprieto el anillo en la mano y finalmente, con el corazón partido, lo meto en el
sobre. Suena mi móvil. Es Sonia. Está preocupada esperándome en su casa. Dormiré allí mi
última noche en Múnich. No puedo ni quiero dormir bajo el mismo techo que Eric. Cuando
llego al garaje y saco la moto, Norbert y Simona se acercan a mí. Con una prefabricada
sonrisa, los abrazo a los dos y le doy a Simona el sobre con el anillo para que se lo entregue
a Eric. La mujer solloza y Norbert intenta consolarla. Mi marcha los entristece. Me han
cogido tanto cariño como yo a ellos.
—Simona —intento bromear—, en unos días te llamo y me dices cómo sigue
«Locura esmeralda», ¿de acuerdo?
La mujer cabecea, intenta sonreír, pero lloriquea más. Le doy un último beso y me
dispongo a marchar cuando al levantar la vista veo que Eric nos observa desde la ventana
de nuestra habitación. Lo miro. Me mira. Dios..., cómo le quiero. Levanto la mano y digo
adiós. Él hace lo mismo. Instantes después, con la frialdad que él me ha enseñado, me doy