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2 pideme lo que quieras ahora y siempre de megan maxwell

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—Te lo prometo.

Sus ojos vidriosos me encogen el corazón y, tras darle un beso en la mejilla,

murmuro:

—Escucha, cariño. Te prometo que vendré a verte dentro de un tiempo, ¿vale?

Llamaré a Sonia y ella nos ayudará a que nos veamos, ¿quieres?

El niño asiente, levanta el pulgar, yo levanto el mío, los unimos y nos damos una

palmada. Eso nos hace sonreír. Lo abrazo, lo beso y con todo el dolor de mi corazón salgo

de la habitación.

Una vez fuera, no puedo respirar. Me llevo la mano al pecho y al final logro tomar

aire. ¿Por qué todo tiene que ser tan triste? Cuando entro en mi habitación, abro el armario.

Miro todas aquellas preciosas cosas que Eric me compró y, tras pensarlo, decido llevarme

sólo lo que vino de Madrid. Al coger mis botas negras, veo una bolsa, la abro y sonrío con

tristeza al ver mi disfraz de poli malota. No lo he estrenado. Por unas cosas u otras al final

no me lo he puesto para Eric. Lo meto en una de las cajas, junto a mis vaqueros y mis

camisetas. Después, entro en el baño y cojo mis pinturas y mis cremas. Nada de lo que hay

allí es mío.

Cuando regreso a la habitación me acerco a mi mesilla. Vacío un cajón y miro los

juguetes sexuales. Toco la joya anal con la piedra verde. Los vibradores. Los cubrepezones.

Todo aquel arsenal no lo quiero, puesto que me recordará a él. Cierro el cajón. Allí se

queda. Los ojos se me están cargando de lágrimas. Momento tonto. La culpable es la

lamparita que meses atrás Eric compró en el rastro de Madrid y no sé qué hacer. La miro, la

miro y la miro. Él compró las dos. Al final, decido llevármela. Es mía.

Me doy la vuelta, y Eric me está observando desde la puerta. Está impresionante

con su vaquero de cintura baja y la camiseta negra. Se le ve algo demacrado. Preocupado.

Pero imagino que yo estoy igual. No sé cuánto tiempo lleva ahí, pero lo que sí sé es que su

mirada es fría e impersonal. Esa que pone cuando no quiere demostrar lo que siente. No

quiero discutir. No me apetece y, mirándole, murmuro:

—La verdad es que estas lamparitas nunca han pegado con la decoración de tu

habitación. Si no te importa, me llevo la mía.

Asiente. Entra en la habitación y, acercándose a la suya, murmura mientras la toca:

—Llévatela. Es tuya.

Me muerdo el labio. Guardo la lamparita en la caja y le escucho decir:

—Esto ha sido lo que siempre me ha llamado la atención de ti, que seas totalmente

diferente de todo lo que me rodea.

No respondo. No puedo. Entonces, en un tono más calmado, Eric afirma:

—Judith, siento que todo acabe así.

—Más lo siento yo, te lo puedo asegurar —le recrimino.

Noto que se mueve por la habitación. Está nervioso y, finalmente, pregunta:

—¿Podemos hablar un momento como adultos?

Trago el nudo de emociones que tengo en mi garganta y asiento. Ya no me llama

«pequeña», ni «morenita», ni «cariño». Ahora me llama «Judith» con todas sus letras. Me

doy la vuelta y lo miro. Cada uno estamos a un lado de la cama. Nuestra cama. Ese lugar

donde nos hemos amado, querido, besado, y Eric empieza:

—Escucha, Judith. No quiero que por mi culpa te veas privada de un trabajo. He

hablado con Gerardo, el jefe de personal de la delegación de Müller de Madrid, y vuelves a

tener el puesto que tenías cuando nos conocimos. Como no sé cuándo te querrás

reincorporar, le he dicho que en el plazo de un mes te pondrás en contacto con él para

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