2 pideme lo que quieras ahora y siempre de megan maxwell
no me consumas con tu puñetera frialdad.No responde. Sólo me mira y prosigo:—Tu hermana Hannah murió, y tú te ocupas de su hijo. ¿Crees que ella aprobaría loque estás haciendo con él? —Eric resopla—. Yo no la conocí, pero por lo que sé de ella,estoy segura de que hubiera enseñado a hacer a Flyn todo lo que tú le niegas. Como dijo tuhermana la otra noche, los niños aprenden. Se caen, pero se levantan. ¿Cuándo te vas alevantar tú?—¿A qué te refieres? —murmura con furia.—Me refiero a que dejes de preocuparte por las cosas cuando aún no han pasado.Me refiero a que dejes vivir a los demás y entiendas que no a todos nos gusta lo mismo. Merefiero a que aceptes que Flyn es un niño y que debe aprender cientos de cosas que...—¡Basta!Me retuerzo las manos. Estoy muy nerviosa, y al ver su gesto contrariado, pregunto:—Eric, ¿no me extrañas? ¿No me echas de menos?—Sí.—¿Y por qué? Estoy aquí. Tócame. Abrázame. Bésame. ¿A qué esperas para hablarconmigo e intentar perdonarme de corazón? ¡Joder!, que no he matado a nadie. Que soyhumana y cometo errores. Vale, acepto lo de la moto. Te lo tenía que haber dicho. Perovamos a ver, ¿te he prohibido yo a ti que vayas al tiro olímpico? No, ¿verdad? ¿Y por quéno te lo he prohibido a pesar de que odio las armas? Pues muy fácil, Eric, porque te quieroy respeto que te guste algo que a mí no me gusta. En cuanto a Flyn, efectivamente, tú medijiste que no al skateboard, pero el niño quería. El niño necesitaba hacer lo que hacen suscompañeros para demostrar a esos que lo llaman «chino, miedica y gallina» que puede seruno de ellos y tener un puñetero skateboard. ¡Ah!, y eso por no hablar de que al niño legusta una chica de su clase y la quiere impresionar. ¿A que no lo sabías? —Niega con lacabeza, y continúo—: En cuanto a lo de tu madre y tu hermana, ellas me pidieron que nodijera nada, que les guardara el secreto. Y la pregunta es: cuando mi padre te guardó elsecreto de que habías comprado la casa de Jerez, ¿me tenía que haber enfadado con él?, ¿letenía que haber lapidado por ello? Venga ya, por favor... Yo sólo he hecho lo que lasfamilias hacen: guardarse pequeños secretos e intentar ayudarse. Y en cuanto a Betta, ¡oh,Dios!, cada vez que pienso que te tocó delante de mí, se me llevan los demonios. Si lo llegoa saber, le corto las zarpas porque....—¡Cállate! —grita Eric, acalorado—. Ya he escuchado bastante.Eso me subleva, y soy incapaz de hacerlo.—Estás esperando a que me vaya, ¿verdad?Mi pregunta lo sorprende. Lo conozco y sus ojos me lo dicen. Y sin darle treguaporque estoy histérica, pregunto:—¿Por qué le has dicho a Flyn que a lo mejor me voy de aquí? ¿Acaso es lo que mevas a pedir que haga y ya estás preparando al niño?Se queda sorprendido.—Yo no le he dicho eso a Flyn. ¿De qué hablas?—No te creo.No responde. Me mira, me mira y me mira, pero al final dice:—No sé qué hacer contigo, Jud. Te quiero, pero me vuelves loco. Te necesito, perome desesperas. Te adoro, pero...—¡Serás gilipollas...!Se levanta de la mesa y exclama con el gesto contraído:
—¡Basta! No me vuelvas a insultar.—Gilipollas, gilipollas y gilipollas.¡Madre mía, cómo me estoy pasando! Pero tras tantos días sin hablarme, soy untsunami.Me mira, furioso. Yo me envalentono y, con chulería, le recrimino:—Te deberían cambiar el nombre y llamarte don Perfecto. ¿Qué pasa? ¿Tú nocometes errores? ¡Oh, no!, el señor Zimmerman es ¡Dios!—¿Quieres callarte y escucharme? Necesito decirte algo y quiero pedirte que...—Quieres pedirme que me vaya, ¿verdad? Sólo te falta que incumpla alguna normamás para echarme de nuevo de tu vida.No responde. Nos miramos como rivales.Le quiero besar. Lo deseo. Pero no es momento para ello. Entonces se abre la puertadel despacho y aparece Björn con una botella de champán en las manos. Nos mira, y antesde que diga nada, me acerco a él. Le agarro del cuello y le beso en los labios. Meto milengua en su boca, y sus ojos me miran extrañados. No entiende qué estoy haciendo.Cuando me separo de él, con furia, miro a Eric y digo ante el gesto de incredulidad deBjörn:—Acabo de incumplir tu gran norma: desde este instante mi boca ya no es tuya.El gesto de Eric es indescriptible. Sé que no esperaba eso de mí. Y ante la expresiónalucinada de Björn, explico:—Te lo voy a facilitar. No hace falta que me eches, porque ahora la que se va soyyo. Recogeré todas mis cosas y desapareceré de tu casa y de tu vida para siempre. Metienes aburrida. Aburrida de tener que ocultarte las cosas. Aburrida por tus normas.¡Aburrida! —grito. Pero antes de salir y con la respiración entrecortada siseo—: Sólo tevoy a pedir un último favor: necesito que tu avión me lleve a mí, a Susto y a mis cosashasta Madrid. No quiero meter a Susto en una jaula en la bodega de un avión y...—¿Por qué no te callas? —maldice, furioso, Eric.—Porque no me da la real gana.—Chicos, por favor, serenaos —pide Björn—. Creo que estáis exagerando las cosasy...—He estado callada —prosigo, obviando a Björn y mirando a Eric— cuatro días y ati no te ha importado lo que yo pudiera pensar o sentir. No te ha importado mi dolor, mifuria o mi frustración. Por lo tanto, no me pidas ahora que me calle porque no lo voy ahacer.Björn, alucinado, nos observa, y Eric murmura:—¿Por qué estás diciendo tantas tonterías?—Para mí no lo son.Tensión. Nos miramos airados, y mi alemán pregunta:—¿Por qué te vas a llevar a Susto?Enardecida, me acerco a él.—¿Qué pasa, vas a luchar por su custodia?—Ni él ni tú os vais a ir. ¡Olvídate de ello!Tras su grito, levanto el mentón, me retiro el pelo de la cara y musito:—De acuerdo. Ya veo que no me vas a ayudar en lo referente a tu puñetero jetprivado. ¡Perfecto! Susto se queda contigo. Ya encontraré la manera de llevármelo porqueme niego a meterlo en la bodega de un avión. Pero que sepas que yo el domingo ¡me voy!—Pues vete, ¡maldita sea! ¡Márchate! —grita, descontrolado.
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—¡Basta! No me vuelvas a insultar.
—Gilipollas, gilipollas y gilipollas.
¡Madre mía, cómo me estoy pasando! Pero tras tantos días sin hablarme, soy un
tsunami.
Me mira, furioso. Yo me envalentono y, con chulería, le recrimino:
—Te deberían cambiar el nombre y llamarte don Perfecto. ¿Qué pasa? ¿Tú no
cometes errores? ¡Oh, no!, el señor Zimmerman es ¡Dios!
—¿Quieres callarte y escucharme? Necesito decirte algo y quiero pedirte que...
—Quieres pedirme que me vaya, ¿verdad? Sólo te falta que incumpla alguna norma
más para echarme de nuevo de tu vida.
No responde. Nos miramos como rivales.
Le quiero besar. Lo deseo. Pero no es momento para ello. Entonces se abre la puerta
del despacho y aparece Björn con una botella de champán en las manos. Nos mira, y antes
de que diga nada, me acerco a él. Le agarro del cuello y le beso en los labios. Meto mi
lengua en su boca, y sus ojos me miran extrañados. No entiende qué estoy haciendo.
Cuando me separo de él, con furia, miro a Eric y digo ante el gesto de incredulidad de
Björn:
—Acabo de incumplir tu gran norma: desde este instante mi boca ya no es tuya.
El gesto de Eric es indescriptible. Sé que no esperaba eso de mí. Y ante la expresión
alucinada de Björn, explico:
—Te lo voy a facilitar. No hace falta que me eches, porque ahora la que se va soy
yo. Recogeré todas mis cosas y desapareceré de tu casa y de tu vida para siempre. Me
tienes aburrida. Aburrida de tener que ocultarte las cosas. Aburrida por tus normas.
¡Aburrida! —grito. Pero antes de salir y con la respiración entrecortada siseo—: Sólo te
voy a pedir un último favor: necesito que tu avión me lleve a mí, a Susto y a mis cosas
hasta Madrid. No quiero meter a Susto en una jaula en la bodega de un avión y...
—¿Por qué no te callas? —maldice, furioso, Eric.
—Porque no me da la real gana.
—Chicos, por favor, serenaos —pide Björn—. Creo que estáis exagerando las cosas
y...
—He estado callada —prosigo, obviando a Björn y mirando a Eric— cuatro días y a
ti no te ha importado lo que yo pudiera pensar o sentir. No te ha importado mi dolor, mi
furia o mi frustración. Por lo tanto, no me pidas ahora que me calle porque no lo voy a
hacer.
Björn, alucinado, nos observa, y Eric murmura:
—¿Por qué estás diciendo tantas tonterías?
—Para mí no lo son.
Tensión. Nos miramos airados, y mi alemán pregunta:
—¿Por qué te vas a llevar a Susto?
Enardecida, me acerco a él.
—¿Qué pasa, vas a luchar por su custodia?
—Ni él ni tú os vais a ir. ¡Olvídate de ello!
Tras su grito, levanto el mentón, me retiro el pelo de la cara y musito:
—De acuerdo. Ya veo que no me vas a ayudar en lo referente a tu puñetero jet
privado. ¡Perfecto! Susto se queda contigo. Ya encontraré la manera de llevármelo porque
me niego a meterlo en la bodega de un avión. Pero que sepas que yo el domingo ¡me voy!
—Pues vete, ¡maldita sea! ¡Márchate! —grita, descontrolado.