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2 pideme lo que quieras ahora y siempre de megan maxwell

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despacho de Eric. Tomo aire y entro. Al verme, clava sus acusadores ojos en mí y sisea:

—¿Qué quieres, Judith?

Me acerco a él.

—Lo siento. Siento no haberte dicho lo...

—No me valen tus disculpas. Has mentido.

—Tienes razón. Te he ocultado cosas, pero...

—Me has mentido todo este tiempo. Me has ocultado cosas importantes cuando tú

sabías que no debías hacerlo. ¿Tan ogro soy que no puedes decirme las cosas?

No respondo. Silencio. Nos miramos y, finalmente, pregunta:

—¿Qué significado tiene para ti eso de ahora y siempre? ¿Qué significa para ti el

compromiso de estar juntos?

Sus preguntas me descolocan. No sé qué responder. Silencio. Al final, él dice:

—Mira, Judith, estoy muy cabreado contigo y conmigo mismo. Mejor sal del

despacho y déjame tranquilo. Quiero pensar. Necesito relajarme o, tal y como estoy, voy a

hacer o decir algo de lo que me voy a arrepentir.

Sus palabras me sublevan y, sin hacerle caso, siseo:

—¿Ya me estás echando de tu vida como haces siempre que te enfadas?

No responde. Me mira, me mira, me mira, y yo decido darme la vuelta y salir de la

habitación.

Con lágrimas en los ojos me dirijo hacia mi cuarto. Entro y cierro la puerta. Sé que

su enfado es justificado. Sé que yo me lo he buscado, pero él tiene que darse cuenta de que

si no le he dicho nada ha sido porque todos temíamos su reacción. Estoy arrepentida. Muy

arrepentida, pero ya nada se puede hacer.

Diez minutos después, Marta y Sonia pasan a despedirse de mí. Están preocupadas.

Yo sonrío y les indico que se marchen tranquilas. La sangre no llegará al río.

Cuando se van, me siento en la mullida alfombra de mi habitación. Durante horas

pienso y me lamento. ¿Por qué lo he hecho tan mal? De pronto, oigo que un coche se

marcha. Me asomo a la ventana y me quedo sin palabras al ver que quien se va es Eric.

Salgo de la habitación, busco a Simona, y ésta, antes de que yo pregunte, me explica:

—Ha ido a ver a Björn. Ha dicho que no tardará.

Cierro los ojos y suspiro. Subo a la habitación de Flyn, y el pequeño, al verme,

sonríe. Su aspecto es mejor que el de la noche anterior. Me siento en su cama y murmuro,

tocándole la cabeza.

—¿Cómo estás?

—Bien.

—¿Te duele el brazo?

El crío asiente y, al sonreír, digo:

—¡Aisss, Dios!, cariño, pero ¡si te has roto también un diente!

La alarma en mi cara es tal que Flyn murmura:

—No te preocupes. La abuela Sonia dice que es de leche.

Asiento, y me sorprende con sus palabras:

—Siento que el tío esté tan enfadado. No cogeré el skate. Me advertiste de que

nunca lo usara sin estar tú delante. Pero me aburría y...

—No te preocupes, Flyn. Estas cosas pasan. ¿Sabes?, yo cuando era pequeña me

rompí una vez una pierna al saltar en moto y, años después, un brazo. Las cosas pasan

porque tienen que pasar. De verdad, no le des más vueltas.

—¡No quiero que te vayas, Judith!

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