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Con el transcurrir de los días, mi cara vuelve a ser lo que era, y cuando el doctor me
quita los puntos de la barbilla ante la atenta mirada de Eric, sonríe al ver la obra de arte que
ha hecho. No se notan, y eso me hace feliz.
La casa, tras la llegada de Susto y Calamar, se ha vuelto una casa llena de risas,
ladridos y locura. Eric, los primeros días, protesta. Encontrarse meadas de Calamar en el
suelo le pone de mal humor, pero al final claudica. Susto y Calamar lo adoran, y él los
adora a ellos.
Muchas mañanas cuando me levanto me gusta asomarme a la ventana y ahí está mi
Iceman, lanzándole un palo a Susto, para que éste corra tras él. El animal lo ha tomado
como costumbre. Antes de que él se vaya a trabajar, le lleva un palo a sus pies, y Eric juega
y sonríe. Algunos fines de semana convenzo a Eric y a Flyn para pasear por el campo
nevado con los animales. Susto lo agradece, y Eric juega con él mientras Flyn corretea a
nuestro alrededor con su mascota. Me emociona todo. En especial, cuando veo cómo Eric
se agacha y abraza a Susto. Mi frío y duro Iceman se va descongelando a cada día que pasa,
y cada día me enamora más.
También he acompañado en varias ocasiones a Eric al campo de tiro olímpico.
Sigue sin gustarme el rollito de las armas, pero disfruto al ver lo bien que él lo hace. Me
siento orgullosa. Una de las mañanas que estamos ahí me presenta a unos amigos, y uno de
ellos pregunta si soy española. Directamente, niego con la cabeza e indico: «¡Brasileña!».
De inmediato el hombre dice: «Samba, caipirinha». Yo asiento y me río. Está visto que,
dependiendo de dónde seas, te persigue un sambenito. Eric me mira sorprendido y al final
sonríe. Esa noche, cuando me hace el amor, cuchichea con sorna en mi oído:
—Vamos, brasileña, baila para mí.
Flyn ha avanzado mucho con el skate y los patines. El tío es listo y aprende
rápidamente. Lo hacemos a escondidas, cuando Eric no está. Si nos viera, ¡nos mataría!
Simona sonríe y Norbert refunfuña. Me advierte que el señor se enfadará cuando lo sepa.
Sé que tiene razón, pero ya no puedo parar mis enseñanzas con el crío. Su trato conmigo ha
cambiado, y ahora me busca y pide mi ayuda continuamente.
Eric, en ocasiones, nos observa, y sabe que entre nosotros ha ocurrido algo para que
se haya obrado ese cambio en el pequeño. Cuando pregunta, lo achaco a la llegada de los
animales a la casa. Él asiente, pero sé que no lo convence. No pregunta más.
El primer día que puedo salir a escondidas con Jurgen a desfogarme con la moto es
una pasada. Tantos días de inactividad en casa casi me vuelven loca, por lo que salto,
derrapo y grito con Jurgen y los amigos de éste por los caminos de cabras de las afueras de
Múnich. Pienso en Eric. Debo contárselo. El problema es que no encuentro nunca el