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libros que he colocado en la estantería y pisotear varios CD de música, veo que sale de la
habitación. ¡Será malo el tío! Intento abrir, pero ha cerrado desde dentro.
—¡Joder!
Con ganas de estrangularlo camino hacia la siguiente cristalera mientras mis
deportivas empapadas se hunden en la nieve. ¡Dios, qué frío! Llego hasta el exterior de la
habitación donde él hace los deberes y veo que entra en ella. Toco el cristal y digo:
—Flyn, por favor, abre la puerta.
Ni me mira. ¡Pasa de mí!
Tiemblo. Hace un frío horroroso e intento que me abra la puerta. Pero nada. No se
apiada de mí, y diez minutos después, cuando los dientes me castañetean, el pelo húmedo
está tieso en mi cabeza y siento estalactitas debajo de la nariz, grito como una posesa
mientras aporreo la puerta.
—¡La madre que te parió, Flyn! ¡Abre la puñetera puerta!
El crío, por fin, me mira. Creo que se va a compadecer de mí. Se levanta, camina
hacia la cristalera y, ¡zas!, echa las cortinas. Boquiabierta, sigo aporreando la puerta
mientras le digo de todo en español. Absolutamente de todo menos bonito.
Nieva. Estoy en la calle vestida con unas míseras prendas de algodón y las zapatillas
de deporte. Tengo frío. Un frío horroroso. Me froto las manos y pienso qué hacer. Corro
hacia la puerta de la cocina. Cerrada. Recuerdo que Simona no está. Intento entrar por la
puerta del salón. Cerrada. La puerta de la calle. Cerrada. La puerta del despacho de Eric.
Cerrada. La ventana del baño. Cerrada.
Tirito. Me estoy congelando por instantes y mi pelo húmedo y tieso me hace
estornudar. Menuda pulmonía voy a pillar. Regreso hasta donde sé que está Flyn tras las
cortinas. Tengo ganas de asesinarlo. Miro hacia arriba. El balcón de una de las
habitaciones. Sin pararme a pensar en el peligro, me subo a un poyete para intentar alcanzar
el balcón, pero estoy tan congelada y el poyete tan resbaladizo que voy derechita al suelo.
Me levanto e insisto. Me siento en un muro congelado, me levanto y antes de alcanzar el
balcón, ¡zaparrás!, mis zapatillas se escurren y voy contra el suelo, aunque antes me doy
con el muro. El golpe ha sido horroroso y me duele la barbilla una barbaridad.
Tumbada sobre la nieve me resiento, y cuando me levanto con la cara llena de hielo,
grito:
—¡Abre la maldita puerta! Me estoy congelando.
Flyn descorre entonces las cortinas, y su cara ya no es la que era. Dice algo. No lo
oigo. Y cuando abre la puerta, grita:
—¡Tienes sangre!
—¿Dónde tengo sangre?
Pero ya no hace falta que me lo diga. Al mirar hacia el suelo, veo la nieve roja a mis
pies. Mi camiseta gris es roja y al tocarme la barbilla siento la herida y las manos se llenan
de sangre. Flyn, asustado, me mira. No sabe qué hacer, y digo mientras entro en su
habitación:
—Dame una toalla o algo, ¡corre!
Sale corriendo y regresa con una toalla, pero el suelo ya está manchado de sangre.
Me la pongo en la barbilla e intento tranquilizarme. En la boca siento el sabor metálico de
la sangre. Me he mordido el labio también. Estoy sola con Flyn. Simona y Norbert no
están, y necesito ir urgentemente a un hospital. Sin más, miro a Flyn, que está
desconcertado, y le pregunto:
—¿Sabes dónde está el hospital más cercano?