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2 pideme lo que quieras ahora y siempre de megan maxwell

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cómo lo mira esa mujer y por sus ojos sé que lo desea. Estoy por pisotearle un pie, pero me

contengo. No debo ser así. Me tengo que controlar. Cuando salimos del ascensor y

llegamos a la planta presidencial, un «¡oh!» sale de mi boca. Esto nada tiene que ver con las

oficinas de Madrid. Moqueta negra. Paredes grises. Despachos blancos. Modernidad

absoluta. Mientras camino al lado de mi Iceman, observo el gesto serio de la gente. Todos

me miran y especulan; en especial, las mujeres, que me escanean en profundidad.

Estoy algo intimidada. Demasiados ojos y expresiones serias me contemplan y,

cuando nos paramos ante una mesa, Eric dice a una rubia muy elegante y guapa:

—Buenos días, Leslie, te presento a mi novia, Judith. Por favor, pasa a mi despacho

y ponme al día.

La joven me mira y, sorprendida, me saluda.

—Encantada, señorita Judith. Soy la secretaria del señor Zimmerman. Cuando

necesite algo, no dude en llamarme.

—Gracias, Leslie —contesto, sonriendo.

Los sigo y entramos en el impresionante despacho de Eric. Como era de esperar, es

como el resto de la oficina, moderno y minimalista. Boquiabierta, me siento en la silla que

él me ha indicado y, durante un buen rato, escucho la conversación.

Eric firma varios papeles que Leslie le entrega y, cuando por fin nos quedamos

solos en el despacho, me mira y pregunta:

—¿Qué te parecen las oficinas?

—La bomba. Son preciosas si las comparas con las de España.

Eric sonríe y, moviéndose en su silla, susurra:

—Prefiero las de allí. Aquí no hay archivo.

Eso me hace reír. Me levanto. Me acerco a él y cuchicheo:

—Mejor. Si yo no estoy aquí, no quiero que tengas archivo.

Divertidos, reímos, y Eric me sienta en sus piernas. Intento levantarme, pero me

sujeta con fuerza.

—Nadie entrará sin avisar. Es una norma importantísima.

Me río y lo beso, pero de pronto mi ceño se frunce.

—¿Importantísima desde cuándo? —quiero saber.

—Desde siempre.

Toc... Toc... ¡¡Llamando los celos!! Y antes de que yo pregunte, Eric confiesa:

—Sí, Jud, lo que piensas es cierto. He mantenido alguna que otra relación en este

despacho, pero eso se acabó hace tiempo. Ahora sólo te deseo a ti.

Intenta besarme. Me retiro.

—¿Me acabas de hacer la cobra? —inquiere, divertido.

Asiento. Estoy celosa. Muy celosa.

—Cariño... —murmura Eric—, ¿quieres dejar de pensar tonterías?

Me deshago de sus manos. Rodeo la mesa.

—Con Betta, ¿verdad?

Un instante después de mencionar ese nombre, me doy cuenta de que no tenía que

haberlo hecho. ¡Maldigo! Pero Eric responde con sinceridad:

—Sí.

Tras un incómodo silencio, pregunto:

—¿Has tenido algo con Leslie, tu secretaria?

Eric se repanchinga en la silla y suspira.

—No.

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