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Camino hacia él, y cuando llego a su altura, sin importarme su gesto incómodo, me
siento a horcajadas sobre él. En este momento, es consciente de que no llevo pantalones.
Sus ojos me dicen que no quiere ese contacto, pero yo sí quiero. Exigente, le beso en los
labios. Él no se mueve. No me devuelve el beso. Me castiga. Mi frío Iceman es un témpano
de hielo, pero yo con mi furia española he decidido descongelarlo. Vuelvo a besarlo, y
cuando siento que él no colabora, murmuro cerca de su boca:
—Te voy a follar y lo voy a hacer porque eres mío.
Sorprendido, me mira. Pestañea y vuelvo a besarlo. Esta vez su lengua está más
receptiva, pero sigue sin querer colaborar. Le muerdo el labio de abajo, tiro de él y,
mirándolo a los ojos, se lo suelto. Después, enredo mis dedos en su cabello y me contoneo
sobre sus piernas.
—Te deseo, cariño, y vas a cumplir mis fantasías.
—Jud..., has bebido.
Me río y asiento.
—¡Oh, sí!, me he tomado unos mojitos, mi amol, que estaban de muelte. Pero
escucha, sé muy bien lo que hago, por qué lo hago y a quién se lo hago, ¿entendido?
No habla. Sólo me mira. Me levanto de sus piernas. Estoy por hacer lo que hacen en
las películas, tirar todo lo que hay sobre la mesa al suelo, pero lo pienso y no. Creo que eso
le va a enfadar más. Al final, echo a un lado el portátil y me siento en la mesa. Eric me
observa. Se le ha comido la lengua el gato, y yo, dispuesta a conseguir mi propósito, cojo
una de sus manos y la paso por encima de mis braguitas. Mi humedad es latente y siento
que traga con dificultad.
—Quiero que me devores. Anhelo que metas tu lengua dentro de mí y me hagas
chillar porque mi placer es tu placer, y ambos los dueños de nuestros cuerpos.
Cuando termino de decir eso ya respira de forma algo entrecortada. ¡Hombres! Lo
estoy excitando, pero decidida a volverlo loco continúo mientras me quito la camiseta.
—Tócame. Vamos, Iceman, lo deseas tanto como yo. ¡Hazlo! —exijo.
Mi Iceman se descongela por segundos. ¡Bien! Acerca su boca a mi pecho derecho
y, en décimas de segundo, me devora el pezón.
¡Oh, sí! Colosal.
¡Me gusta!
Sus ojos fríos ahora son salvajes y retadores. Sigue enfadado, pero el deseo que
siente por mí es igual al que yo siento por él. Cuando abandona mi pezón, se reclina en su
asiento. El morbo se instala en su cuerpo.
—Levántate de la mesa y date la vuelta —murmura.
Hago lo que me pide. Poso mis pies en el suelo y, vestida sólo con mi tanga, me
vuelvo. Él retira la silla hacia atrás, se levanta y acerca su erección a mi trasero, mientras
sus manos vuelan a mi cintura y me aprieta contra él. Yo jadeo. Me da un azote. Pica.
Después me da otro, y cuando voy a protestar, acerca su boca a mi oreja y dice:
—Has sido una chica muy mala y como mínimo te mereces unos azotes.
Eso me hace sonreír. Vale..., si quiere jugar, ¡jugaremos!
Me doy la vuelta y, sin dejar de mirarle a los ojos, meto mi mano en el interior de
sus pantalones, le agarro los testículos y, mientras se los toco, le pregunto:
—¿Quieres que te demuestre lo que le hago yo a los chicos malos? Tú también has
sido malo esta mañana, cielo. Muy..., muy malo.
Eso lo paraliza. Que yo tenga en mis manos sus testículos no le hace mucha gracia.
Estoy segura de que piensa que le puedo hacer daño.