2 pideme lo que quieras ahora y siempre de megan maxwell

dianuchisyo88
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04.12.2020 Views

¡azúcarrrrrrrrrrrrr!Las horas pasan y yo cada vez estoy de mejor humor. ¡Viva Cuba!Sobre las once de la noche, Marta, algo desconchada por la marcha que llevamos,me mira y dice entregándome su móvil:—Es Eric. Tengo mil llamadas perdidas suyas y quiere hablar contigo.Resoplo y, ante la mirada de la joven, lo cojo.—Dime, pesadito, ¿qué quieres?—¿Pesadito? ¿Me acabas de llamar pesadito?—Sí, pero si quieres te puedo llamar otra cosa —respondo mientras suelto unarisotada.—¿Por qué has apagado el móvil?—Para que no me molestes. En ocasiones, eres peor que Carlos Alfonso Halconesde San Juan cuando tortura a la pobre Esmeralda Mendoza.—¿Has bebido? —pregunta sin entender bien de lo que hablo.Consciente de que en este momento llevo más mojitos que sangre en mi cuerpo,exclamo:—¡Ya tú sabes mi amol!—Jud, ¿estás borracha?—¡Noooooooooooooo! —me mofo. Deseando seguir con la juerga, pregunto—:Venga Iceman, ¿qué quieres?—Jud, quiero que me digas dónde estás para ir a recogerte.—Ni lo pienses, que me cortas el rollo —respondo, divertida.—¡Por el amor de Dios! Te has ido esta mañana y son las once de la noche, y...—Corto y cambio, guaperas.Le paso el móvil a Marta, que tras escuchar algo que su hermano le dice, lo cierra.Apartándome del grupo, cuchichea:—Que sepas que mi hermano me ha dado dos opciones. La primera: que te lleve deregreso a casa. La segunda: cabrearle más y, cuando regresemos, el mundo temblará.Escuchar eso me hace reír, y respondo dispuesta a pasarlo bien:—¡Qué tiemble el mundo, mi amol!Marta suelta una risotada y, sin más, las dos salimos a bailar la Bemba Colorámientras gritamos: «¡Azúcar!».De madrugada regresamos, más ebrias que sobrias. Cuando para en la verja negrasusurro:—¿Quieres pasar? Seguro que el pitufo gruñón tiene algo que decir.—Ni lo pienses —responde riendo Marta—. Ahora mismo voy a hacer las maletas ya huir del país. Cuando me pille Eric, me va a despellejar.—¡Que no me entere yo que me lo cargo! —exclamo riendo, y me bajo del coche.Pero antes de que pueda decir nada más, se abre la verja negra y aparece Eric con lacara totalmente descompuesta. A grandes zancadas, se dirige hacia el coche y, asomándomepara mirar a su hermana, sisea:—Ya hablaré contigo..., hermanita.Marta asiente y, sin más, arranca y se va. Nos quedamos solos, uno frente al otro enmedio de la calle. Eric me agarra del brazo, apremiándome.—Vamos..., regresemos a la casa.De pronto, un gruñido desgarra el silencio de la calle, y antes de que ocurra algo quepodamos lamentar, me suelto de Eric y, mirando al emisor de aquel gruñido, murmuro con

calma:—Tranquilo, Susto, no pasa nada.El animal se acerca a mí y me rodea cuando Eric pregunta:—¿Conoces a ese chucho?—Sí. Es Susto.—¿Susto? ¿Le has llamado Susto?—Pues sí. ¿A que es muy monoooooo?Sin dar crédito a lo que ve, Eric arruga la cara.—Pero ¿qué lleva en el cuello?—Está resfriado y le he hecho una bufanda para él —aclaro, encantada.El perro posa su huesuda cabeza en mi pierna y lo toco.—No lo toques. ¡Te morderá! —grita Eric, enfadado.Eso me hace reír. Estoy segura de que Eric lo mordería antes a él.—No toques a ese sucio chucho, Jud, ¡por el amor de Dios! —insiste.Un ruidito sale de la garganta del animal y, divertida, me agacho.—Ni caso de lo que éste diga, ¿vale, Susto? Y venga, ve a dormir. No pasa nada.El perro, tras echar una última ojeada a un descolocado Eric, se aleja y veo que semete en la destartalada caseta. Eric, sin decir nada más, comienza a andar y yo le pregunto:—¿Puedo llevar a Susto a casa?—No, ni lo pienses.¡Lo sabía! Pero insisto:—Pobrecito, Eric. ¿No ves el frío que hace?—Ese chucho no entrará en mi casa.¡Ya estamos con su casa!—Anda, mi amol. ¡Porfapleaseeee!No contesta, y al final, decido seguirlo. Ya insistiré en otro momento. Mientrascamino tras él, poso mi mirada en su trasero y en sus fuertes piernas.¡Guau! Ese culo apretado y esas fuertes piernas me hacen sonreír y, sin que puedaremediarlo, ¡zas!, le doy un azote.Eric se para, me mira con una mala leche que para qué, no dice nada y continúaandando. Yo sonrío. No me da miedo. No me asusta y estoy juguetona. Me agacho, cojonieve con las manos y se la tiro al centro de su bonito trasero. Eric se para. Maldice enalemán y sigue andando.¡Aisss, qué poco sentido del humor!Vuelvo a coger más nieve, y esta vez se la tiro directamente a la cabeza. El proyectille impacta en toda la coronilla. Suelto una carcajada. Eric se da la vuelta. Clava sus fríosojos en mí y sisea:—Jud..., me estás enfadando como no te puedes ni imaginar.¡Dios...! ¡Dios, qué sexy! ¡Cómo me pone!Continúa su camino y yo lo sigo. No puedo apartar mis ojos de él a pesar del fríoque tengo, y sonrío al imaginar todo lo que le haría en ese instante. Cuando entramos en lacasa, él se marcha a su despacho sin hablarme. Está muy enfadado. Un calorcitomaravilloso toma todo mi cuerpo. Ahora soy consciente del frío que hace en el exterior.Pobre Susto. Cuando me despojo del abrigo, decido seguirlo al despacho. Le deseo. Peroantes de entrar me quito las empapadas botas y los vaqueros. Me estiro la camiseta, que mellega hasta la mitad de los muslos, y abro la puerta. Cuando entro, Eric está sentado a sumesa ante el ordenador. No me mira.

¡azúcarrrrrrrrrrrrr!

Las horas pasan y yo cada vez estoy de mejor humor. ¡Viva Cuba!

Sobre las once de la noche, Marta, algo desconchada por la marcha que llevamos,

me mira y dice entregándome su móvil:

—Es Eric. Tengo mil llamadas perdidas suyas y quiere hablar contigo.

Resoplo y, ante la mirada de la joven, lo cojo.

—Dime, pesadito, ¿qué quieres?

—¿Pesadito? ¿Me acabas de llamar pesadito?

—Sí, pero si quieres te puedo llamar otra cosa —respondo mientras suelto una

risotada.

—¿Por qué has apagado el móvil?

—Para que no me molestes. En ocasiones, eres peor que Carlos Alfonso Halcones

de San Juan cuando tortura a la pobre Esmeralda Mendoza.

—¿Has bebido? —pregunta sin entender bien de lo que hablo.

Consciente de que en este momento llevo más mojitos que sangre en mi cuerpo,

exclamo:

—¡Ya tú sabes mi amol!

—Jud, ¿estás borracha?

—¡Noooooooooooooo! —me mofo. Deseando seguir con la juerga, pregunto—:

Venga Iceman, ¿qué quieres?

—Jud, quiero que me digas dónde estás para ir a recogerte.

—Ni lo pienses, que me cortas el rollo —respondo, divertida.

—¡Por el amor de Dios! Te has ido esta mañana y son las once de la noche, y...

—Corto y cambio, guaperas.

Le paso el móvil a Marta, que tras escuchar algo que su hermano le dice, lo cierra.

Apartándome del grupo, cuchichea:

—Que sepas que mi hermano me ha dado dos opciones. La primera: que te lleve de

regreso a casa. La segunda: cabrearle más y, cuando regresemos, el mundo temblará.

Escuchar eso me hace reír, y respondo dispuesta a pasarlo bien:

—¡Qué tiemble el mundo, mi amol!

Marta suelta una risotada y, sin más, las dos salimos a bailar la Bemba Colorá

mientras gritamos: «¡Azúcar!».

De madrugada regresamos, más ebrias que sobrias. Cuando para en la verja negra

susurro:

—¿Quieres pasar? Seguro que el pitufo gruñón tiene algo que decir.

—Ni lo pienses —responde riendo Marta—. Ahora mismo voy a hacer las maletas y

a huir del país. Cuando me pille Eric, me va a despellejar.

—¡Que no me entere yo que me lo cargo! —exclamo riendo, y me bajo del coche.

Pero antes de que pueda decir nada más, se abre la verja negra y aparece Eric con la

cara totalmente descompuesta. A grandes zancadas, se dirige hacia el coche y, asomándome

para mirar a su hermana, sisea:

—Ya hablaré contigo..., hermanita.

Marta asiente y, sin más, arranca y se va. Nos quedamos solos, uno frente al otro en

medio de la calle. Eric me agarra del brazo, apremiándome.

—Vamos..., regresemos a la casa.

De pronto, un gruñido desgarra el silencio de la calle, y antes de que ocurra algo que

podamos lamentar, me suelto de Eric y, mirando al emisor de aquel gruñido, murmuro con

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