2 pideme lo que quieras ahora y siempre de megan maxwell

dianuchisyo88
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Desinhibida. Estoy a cuatro patas ante él, con el culo en pompa, desesperada porque mefolle, porque me haga suya una y otra vez.—Eric..., me gusta —aseguro mientras clavo mi trasero en su cuerpo, deseosa demás profundidad.Durante varios minutos nuestro juego continúa. Él me penetra, me agarra por lacintura, y yo me muestro receptiva. Un..., dos..., tres... ¡Ardor! Cuatro..., cinco..., seis...¡Placer! Siete..., ocho..., nueve... ¡Necesidad! Diez..., once..., doce... ¡Eric!Pero mi Iceman ya no puede contenerse más y su lado salvaje le hace penetrarmecon más profundidad, mientras mi cara cae sobre la cama. Un grito ahogado con el colchónsale de mi boca, y mi alemán sabe que mi placer ha culminado. Entonces, clava sus dedosen mis caderas y se lanza hacia mi dilatado trasero a un ataque infernal.¡Oh, sí! ¡Oh, sí!—Más..., más, Eric... —suplico, estimulada.El placer que esto le ocasiona y el deseo que ve en mí lo vuelven loco y, cuando nopuede más, un gutural gemido sale de su boca y cae contra mi cuerpo.Así estamos unos segundos. Unidos, calientes y excitados. El sexo entre nosotros eselectrizante y nos gusta. Instantes después, Eric sale de mi trasero y nos dejamos caer en lacama felices, cansados y sudorosos.—¡Dios, pequeña!, me vas a matar de placer.Su comentario me hace reír. Me abrazo a él, y él me abraza. Sin hablar, nuestroabrazo lo dice todo, mientras en el exterior llueve con fuerza. De pronto, se oye un trueno,y Eric se mueve.—Vamos a lavarnos y a vestirnos, pequeña.—¿Vestirnos?—Ponernos algo de ropa. Un pijama, o algo así.—¿Por qué? —pregunto, deseosa de seguir jugando con él.Pero Eric parece tener prisa.—Vamos, coge tu ropa interior de la mesilla —me exige.Pienso en protestar, pero opto por hacerle caso. Cojo mi ropa interior y un pijama.Pero no me quiero vestir. ¡Vaya cortada de rollo!Eric, al ver mi ceño fruncido, me besa animadamente mientras coge la joya anal yguarda el lubricante en la mesilla. Después, se levanta, y justo cuando me coge en brazos, lapuerta de la habitación se abre de par en par. Flyn, con cara de sueño y su pijama de rayas,nos mira boquiabierto. Me tapo con mi ropa como puedo y gruño:—Pero ¿tú no sabes llamar a la puerta?El niño, por una vez, no sabe qué responder.—Flyn, ahora volvemos —dice Eric.Sin más, entramos en el baño. Una vez dentro lo miro en espera de una explicaciónpor esa aparición y murmura cerca de mi boca:—Desde pequeño le asustan los truenos, pero no le digas que te lo he dicho. —Mebesa y cuando se separa prosigue—: Sabía que iba a venir a la cama cuando he oído eltrueno. Siempre lo hace.Ahora quien lo besa soy yo. ¡Dios, cómo me gusta su sabor! Y cuando abandonocon pereza su boca, pregunto:—¿Siempre va a tu cama?—Siempre —asegura, divertido.Su gesto me hace sonreír. ¡Qué lindo que es mi alemán!

Un nuevo trueno nos hace regresar a la realidad, y Eric me posa en el suelo. Deja lajoya anal sobre la encimera del baño y se lava. Después, se seca, se pone los calzoncillos ydice antes de salir:—No tardes, pequeña.Cuando me quedo sola, cojo la joyita y la meto bajo el chorro del agua para lavarla.Pienso en Susto. Pobrecillo. Con la que está cayendo, y él en la calle. Luego, me aseo, yuna vez que me pongo el pijama, me miro en el espejo y, mientras peino mi alocado pelo,sonrío.¡Vaya tela tiene la historia donde me estoy metiendo!Pero segundos después, recuerdo que cuando yo era pequeña me pasaba igual que aFlyn. Me daban miedo los truenos, esos ruidos infernales que me hacían pensar quedemonios feos y de uñas largas surcaban los cielos para llevarse a los niños. Fueron muchasnoches durmiendo en la cama con mis padres, aunque al final mi madre, con paciencia yalguna ayuda extra, consiguió quitarme ese miedo.Al salir del baño, Eric está tumbado en la cama charlando con Flyn. El pequeño, alverme, me sigue con la mirada; abro la mesilla y con disimulo dejo la joya anal. Después,cuando me meto en la cama, el enano gruñón pregunta a su tío:—¿Ella tiene que dormir con nosotros?Eric hace un gesto afirmativo, y yo murmuro, tapándome con el edredón:—¡Oh, sí! Me dan miedo las tormentas, sobre todo los truenos. Por cierto, ¿osgustan los perros?—No —contestan los dos al unísono.Voy a decir algo cuando Flyn puntualiza:—Son sucios, muerden, huelen mal y tienen pulgas.Boquiabierta por lo que ha dicho, respondo:—Estás equivocado, Flyn. Los perros no suelen morder y, por supuesto, no huelenmal ni tienen pulgas si están cuidados.—Nunca hemos tenido animales en casa —explica Eric.—Pues muy mal —cuchicheo, y veo que sonríe—. Tener animales en casa te da otraperspectiva de la vida, en especial a los niños. Y, sinceramente, creo que a vosotros dos osvendría muy bien una mascota.—Ni hablar —se niega Eric.—Me mordió el perro de Leo y me dolió —dice el niño.—¿Te mordió un perro?El crío asiente, se levanta la manga del pijama y me enseña una marca en el brazo.Archivo esa información en mi cabeza e imagino el pavor que debe de tener a los animales.He de quitárselo.—No todos los perros muerden, Flyn —le indico con cariño.—No quiero un perro —insiste.Sin decir más, me tumbo de lado para mirar a Eric a los ojos. Flyn está en medio yrápidamente me da la espalda. ¡Faltaría más! Eric me pide disculpas con la mirada, y yo leguiño un ojo. Minutos después, mi chico apaga la luz y, aun en la oscuridad, sé que sonríe yme mira. Lo sé.

Un nuevo trueno nos hace regresar a la realidad, y Eric me posa en el suelo. Deja la

joya anal sobre la encimera del baño y se lava. Después, se seca, se pone los calzoncillos y

dice antes de salir:

—No tardes, pequeña.

Cuando me quedo sola, cojo la joyita y la meto bajo el chorro del agua para lavarla.

Pienso en Susto. Pobrecillo. Con la que está cayendo, y él en la calle. Luego, me aseo, y

una vez que me pongo el pijama, me miro en el espejo y, mientras peino mi alocado pelo,

sonrío.

¡Vaya tela tiene la historia donde me estoy metiendo!

Pero segundos después, recuerdo que cuando yo era pequeña me pasaba igual que a

Flyn. Me daban miedo los truenos, esos ruidos infernales que me hacían pensar que

demonios feos y de uñas largas surcaban los cielos para llevarse a los niños. Fueron muchas

noches durmiendo en la cama con mis padres, aunque al final mi madre, con paciencia y

alguna ayuda extra, consiguió quitarme ese miedo.

Al salir del baño, Eric está tumbado en la cama charlando con Flyn. El pequeño, al

verme, me sigue con la mirada; abro la mesilla y con disimulo dejo la joya anal. Después,

cuando me meto en la cama, el enano gruñón pregunta a su tío:

—¿Ella tiene que dormir con nosotros?

Eric hace un gesto afirmativo, y yo murmuro, tapándome con el edredón:

—¡Oh, sí! Me dan miedo las tormentas, sobre todo los truenos. Por cierto, ¿os

gustan los perros?

—No —contestan los dos al unísono.

Voy a decir algo cuando Flyn puntualiza:

—Son sucios, muerden, huelen mal y tienen pulgas.

Boquiabierta por lo que ha dicho, respondo:

—Estás equivocado, Flyn. Los perros no suelen morder y, por supuesto, no huelen

mal ni tienen pulgas si están cuidados.

—Nunca hemos tenido animales en casa —explica Eric.

—Pues muy mal —cuchicheo, y veo que sonríe—. Tener animales en casa te da otra

perspectiva de la vida, en especial a los niños. Y, sinceramente, creo que a vosotros dos os

vendría muy bien una mascota.

—Ni hablar —se niega Eric.

—Me mordió el perro de Leo y me dolió —dice el niño.

—¿Te mordió un perro?

El crío asiente, se levanta la manga del pijama y me enseña una marca en el brazo.

Archivo esa información en mi cabeza e imagino el pavor que debe de tener a los animales.

He de quitárselo.

—No todos los perros muerden, Flyn —le indico con cariño.

—No quiero un perro —insiste.

Sin decir más, me tumbo de lado para mirar a Eric a los ojos. Flyn está en medio y

rápidamente me da la espalda. ¡Faltaría más! Eric me pide disculpas con la mirada, y yo le

guiño un ojo. Minutos después, mi chico apaga la luz y, aun en la oscuridad, sé que sonríe y

me mira. Lo sé.

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