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1
El Sanjo está vacío
Concurso de relatos de terror
¡
Escrituras en plena
PANDEMIA
Inst. Salesiano San José Junio-Agosto 2020
2
El Sanjo está vacío
¡Hola a todos! En esta oportunidad les acercamos la selección de los
relatos más representativos de nuestro concurso.
Intentamos ser lo más abarcativos posible en lo que respecta a roles
en nuestra comunidad y en la aptitud de los escritos.
El objetivo del concurso era movilizar la creatividad de los miembros
de la Casa Salesiana San José y potenciar un momento de producción
para todos. Nos hemos sentido muy felices por la respuesta. Alumnos,
docentes, no docentes, exalumnos y exploradores participaron; y aquí
se reproducen esos relatos.
El Sanjo está vacío y en medio de esta pandemia, nos sirven de excusa
el eco de sus pasillos; los recovecos de sus rincones y la inmensidad
de su patio para imaginarnos historias terroríficas, de apariciones y
asesinos. Pero el Sanjo es mucho más que un edificio. Mucho más que
las aulas que hoy extrañan el griterío juvenil. El Sanjo es cada uno de
los miembros de su comunidad que se juntan contra viento y marea
para seguir caminando juntos… En esta oportunidad asustándose.
Espero los disfruten.
Susana Blanco
-profesora y directora del concurso-
3
Era un día común
Era un día común en la escuela San José, en cuarentena.
Los profesores que estaban eran: Liliana, Verónica y
Cristian en la sala de maestros hablando de todo lo que
estaba pasando: si los alumnos tendrían que empezar o
seguir con las clases virtuales. Después de hablar un rato
los profes se fueron para sus casas. La escuela estaba
totalmente sola, sin personas. Pero lo que no saben es que
la habitan fantasmas. De noche salen a caminar por los
pasillos y dejan algunos objetos en otros lugares. Al
día siguiente llegaron los mismos profesores, y Cristian,
quien había cerrado el colegio, dejó una planta en la
entrada. Ese día notó que estaba más lejos. Él se preguntó
si tal vez se había olvidado de dejarla ahí. No le dio
importancia y se fue con las profesoras a una reunión.
Charlaron, como siempre, de los alumnos. En un momento
escucharon ruidos, pero no les dieron importancia.
Llegaron las 19 de la tarde y se fueron. Ese día le tocaba
cerrar el colegio a Verónica, quien escuchó ruidos en el
salón de computación. Fue a ver y no había nada. Se dio la
vuelta y había un papel que decía: “no queremos que
vuelvan los chicos al colegio” Verónica se fue rápido y cerró
el colegio. Lo que los profesores no sabían es que los
espíritus estaban enojados porque no querían que vuelvan
los alumnos porque estaban muy tranquilos. Al día
siguiente Verónica le contó lo sucedido a Cristian y a
Liliana. Y Cristian, a su vez, les contó que se decía que
había un cementerio debajo de la escuela y que era muy
probable que fueran los espíritus de esas
personas diciéndoles que estaban tranquilos y que no
querían que los molesten. Las almas en pena escucharon
esa conversación y les dejaron otro papel que decía:
“estamos tranquilos y no queremos que vuelvan a la
escuela los chicos; si ellos vuelven, nosotros vamos a
ponerle una maldición a esta escuela”. Con este mensaje
los profes entendieron que todavía no era tiempo de volver
a la escuela.
4
Camila Oyarzo
-Alumna de 1er año 2020-
5
El paciente mutado
En estos tiempos de pandemia, en la Ciudad autónoma de
Buenos Aires una persona de 25 años llamada Eduardo asegura
que vio en las calles vacías de Buenos Aires un paciente que al
parecer tenía coronavirus (Covid-19) pero que este tenía
síntomas muy extraños, por ejemplo: Su piel era violeta y
parecía quemada. Tenía los ojos con ojeras muy grandes y
además él... ¡se había vuelto caníbal! Dice que lo vio devorándose
una persona que se encontraba en un diminuto callejón.
Eduardo llegó a la hipótesis que esa cosa quizás era un paciente
de Covid-19, al que le habían dado una posible cura para el
Coronavirus pero resultó que eso lo había mutado, y dado fuerza
sobrenatural y su canibalismo.
Eduardo inmediatamente se fue del lugar pero él había
tropezado con una piedra y el infectado se dio cuenta y rugió -
¡Raaaarrrrrr!- con toda la sangre en la boca, se fue hacia donde
estaba Eduardo, pero Eduardo no se rindió y se fue corriendo
hacia un supermercado abandonado hace tiempo se escondió en
una pequeña oficina que estaba al fondo del supermercado y por
suerte el infectado no lo vio. Indagó un poco más por Eduardo
para ver si lo encontraba, pero cuando él se creía a salvo se
escuchó un una pisada y un ruido -¡Crack!-, entonces Eduardo
fue a revisar un poco más a la oficina donde estaba y abrió una
puerta que estaba atorada con maderas que lo dirige a otra
habitación y... -¿Quién es?- gritó un hombre medio lunático que
escribía consecutivamente en la pared “Quiero salir de aquí”. Él
le dijo que llevaba unos cuatro días atrapado en esa habitación
pero que había suficiente comida y agua para que pudiera estar
ese tiempo ahí sin problema. Le preguntó Eduardo -¿Por qué
estás acá y no afuera?- con lo que el hombre dijo -Estoy acá
porque no puede salir ya que la puerta se había quedado
bloqueada por unas maderas que quitaste-, con lo que Eduardo
respondió -Tranquilo, te ayudaré a salir de acá- pero cuando iban
abrir la puerta que los sacaba de la oficina justo el mutante
logró romper la pared de madera y empezó a devorarse al
hombre que estaba ahí y el cual gritó -¡Ahhhh!-, pero
lamentablemente Eduardo no podía hacer nada y tuvo que salir
de ahí. El mutante descubrió que Eduardo estaba a punto de salir
del local y se abalanzó a él para devorarlo… -¡Zaz!, un estante
gigante lo aplastó causando que el infectado expire. Luego de
que pasara eso la policía bonaerense sacó a Eduardo de ahí y le
hicieron un interrogatorio en la comisaría y mientras tanto al
mutante lo llevaron a un laboratorio para que lo investiguen.
Por suerte la policía creyó que vieron a la criatura en el piso en
el momento de la caída del estante. Eduardo necesitó ayuda
psicológica para poder soportar todo lo que vio ese día y luego
él vivió normalmente de vuelta.
Martín Cerda
-alumno de 1er año 2020-
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7
El cuchillero del Sanjo
Una noche pasé con unos amigos por el colegio donde asisto.
Escuchamos unos gritos y corridas. Nos asustamos y huimos
cada uno a su casa. No me quedé tranquilo con lo sucedido hasta
el punto de que comencé a investigar y me contaron qué en el
año 1989 en la ciudad de Puerto Deseado Santa Cruz, en el
colegio San José hubo un asesino en serie, conocido como el
“Cuchillero del Sanjo”.
Este asesino se escondía en el baño y secuestraba a los alumnos,
lo escondía en el sótano, luego los mataba y los escondía debajo
de las baldosas en el segundo piso, donde había un museo con
animales disecados que a la noche buscaban venganza. Cada
animal tenía el alma de los chicos asesinados e iban a buscar al
hombre que los mató. Pero él se suicidó. Cuando las almas se
enteraron que había ocurrido eso y también que el asesino tenía
un hijo, buscaron al niño que estudiaba en la institución. Le
tendieron una trampa para que salga de la casa y vaya al colegio
porque sólo allí podrían asesinarlo. En otro lugar no podía ser.
Al día siguiente, durante la noche, las almas citaron al niño al
colegio, diciéndole que un amigo estaba encerrado en la
biblioteca y no podía salir. El niño fue, entró por la ventana y
acudió al supuesto rescate. Pero las almas lo estaban esperando
para asesinarlo.
Al ingresar a la biblioteca se dio cuenta que todo era un engaño
porque la puerta estaba abierta y no había nadie. Las almas lo
atraparon y le contaron lo que su padre les había hecho. El niño
conmovido les pidió perdón y cayó muerto al piso: Le había dado
un infarto.
Por eso se dice que durante la noche se escuchan esos ruidos:
por la serie de asesinatos que hubo en el colegio. Las almas
siguen sin descansar en paz a pesar de que el hijo de su asesino
se unió a ellos.
Mauro Joaquín Gervasioni
-alumno de primer año 2020-
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EL CULTO DE MONJAS DEL COLEGIO
9
SAN JOSÉ
Hace algunos años, en el colegio religioso San José de Puerto
Deseado se decía que un grupo de monjas practicaban magia
vudú o magia negra dentro del instituto cuando no había nadie.
Estas monjas eran muy pocas veces vistas en el colegio. Casi
nadie sabía o recordaba sus nombres. Eran como fantasmas.
Un día, un chico llamado Mauro, hijo de una de las maestras, se
había quedado hasta tarde en la sala de computación para hacer
una tarea. De pronto, escuchó que alguien estaba caminando por
los pasillos. Le pareció raro porque se suponía que nadie más
estaba en el colegio. Sin embargo, no le prestó mucha atención
y siguió con su trabajo. Luego, sintió una sensación de terror
cuando volvió a escuchar los pasos. Solo que esta vez se escuchó
como si alguien estuviera corriendo justo detrás de él. Ya muy
asustado Mauro se armó de valor y decidió salir a investigar.
Entonces, vio una luz que provenía de la planta baja, y observó
que en uno de los salones se encontraban unas seis o siete
personas. Estaban vestidos con unas túnicas negras, y
decían palabras casi inentendibles. Estaban formando un círculo
entre ellos. Mauro se quedó paralizado del miedo. Se le erizó la
piel y sentía que no tenía control de su cuerpo. Hasta que una
de las personas se dio cuenta que él miraba lo que estaban
haciendo. Eso despertó a Mauro del trance, e hizo que saliera
corriendo del colegio. Llegó a su casa muy agitado y su madre le
preguntó si estaba bien y por qué estaba tan agitado. Él le dijo
que era porque un perro lo venía siguiendo y que por eso estaba
así.
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Esa noche, Mauro no pudo conciliar el sueño. A la mañana
siguiente su madre fue a despertarlo. Sorprendida, se dio cuenta
de que él no estaba. Ella no se preocupó porque pensó que se
había ido un poco más temprano. Pero al instante descartó esa
idea al ver que su uniforme y su mochila estaban acomodados
en su escritorio. Inmediatamente llamó a su celular. Pero cada
vez que llamaba, daba el buzón de voz.
Inmediatamente avisó a la policía que Mauro había
desaparecido. Lo buscaron por días, luego semanas, meses, pero
jamás lo encontraron.
Desde ese día, los alumnos empezaron a relatar historias sobre
él. Hasta que un día, una alumna llamada Alejandra, también
despareció a la salida del colegio.
Algunos decían que la habían secuestrado o que se había
escapado pero los que la conocían sabían que ella no era esa
clase de persona, y como en el caso de Mauro no la encontraron.
En ese momento parece que el miedo empezó a afectar a los
estudiantes. También se veía que el número de monjas
aumentaba, lo cual era extraño según los docentes. Porque desde
la inspectoría decían que no habían enviado más hermanas al
colegio.
Las desapariciones se incrementaron. Con el paso del tiempo la
gente empezó a sospechar de las monjas, porque era bastante
raro que cada vez que un alumno desaparecía había una nueva
monja en el colegio.
Un día un profesor se quedó solo hasta muy tarde y de pronto,
empezó a escuchar voces que provenían de la planta baja. Fue a
ver quién o qué estaba hablando. Entonces, vio que en la iglesia
había una especie de reunión. Pero no era una misa. Había una
especie de animal que parecía ser un ciervo, que estaba parado
en dos patas, encorvado y su piel o pelaje era oscuro. Tenía los
ojos rojos y al parecer todas las personas que estaban en el lugar
estaban recitando una especie de canto u oraciones extrañas.
El profesor inmediatamente salió y llamó a la policía. Dos
oficiales llegaron y fueron corriendo a la iglesia. Abrieron la
puerta y se percataron de que no había nadie. El profesor quedó
atónito y los oficiales creyeron que se trataba de una broma de
mal gusto. Hasta que vieron a alguien parado: era esa criatura
que el profesor había visto momentos atrás. Fue sólo un
momento, una sensación. Cuando fijaron la vista, no
encontraron a nadie… ni a nada.
Al día siguiente fueron a interrogar a las monjas. Lo raro fue
que, al ir a buscarlas, no las encontraron. Fue como si se
hubieran esfumado de un momento a otro.
Y desde entonces se dice que todavía hay alumnos que ven a las
monjas acechando por los pasillos. O a veces se escuchan voces
en los salones o en la iglesia, y también algunas cosas se caen
sin ninguna explicación o aparecen en otro lugar. Pero nunca se
supo certeramente la verdad sobre ese culto de monjas.
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Santiago Moya
-Alumno de primer año 2020-
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Acantonamiento
Una noche cálida, en un acantonamiento por mitad de 2019, no
sentíamos frío dentro del colegio, pero afuera un poco sí.
Estábamos en medio de un juego nocturno en el piso del museo
y las luces estaban apagadas y era de noche. Estábamos con mis
amigos (éramos alrededor de 7) caminando por el pasillo cuando
de repente se empezó a escuchar el ruido de bancos y sillas
moverse. Pasamos por al lado de un aula y notamos cómo se
empezaron a mover. Después, cuando bajamos a dónde estaban
los demás compañeros, nos dijeron que una de nuestras
compañeras había ido a ordenar los bancos y que seguro el ruido
era ella.
Lo raro de eso es que ella no estaba ahí y lo supimos porque no
escuchamos a nadie ni había alguien con una linterna para poder
ver en la oscuridad. Tampoco se escuchaban pasos
Federico Jolly
-exalumno y explorador-
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Una noche de Junio
El colegio San José es una institución que esconde historias, que
se camuflan en un pueblo de misterios. Aún recuerdo con
claridad esa noche sombría de junio, donde ante mis ojos se
reveló uno de sus rotundos secretos.
Todo comenzó en la mañana, cuando unos compañeros y yo
llegamos para preparar un acantonamiento. Iba todo muy
normal, como de costumbre, pero al quedarte podías sentir esa
sensación de acecho.
A mí me habían mandado a buscar un cuaderno en el segundo
piso. Llegando al lugar me dieron la bienvenida con un grito de
"¡dulce sueños!" Se me heló la sangre y salí corriendo hacia donde
estaba mi grupo. No les dije nada ya que no quería asustarlos.
Cayó la noche y empezaron los juegos nocturnos yo me fui con
mis dos mejores amigas a escondernos. Íbamos las tres por esos
extensos pasillos oscuros cuando escuchamos un llanto en la
plata baja. Corrimos pensando que alguien se había caído, pero
al llegar ahí no vimos a nadie. Solo sentimos una brisa helada
que aterrorizaba nuestro ser.
De repente nos enfrentan los chicos del equipo contrario así que
nos dividimos corriendo hacia distintas direcciones. Yo me dirigí
al teatro y me oculté detrás del telón. Detrás mío se oyeron
otros pasos así que supuse que alguien más se quería esconder
ahí.
Se sentía en sus pisadas la desesperación de un escondite y de
la nada un silencio inundó el lugar. Creí que por fin se había
decidido a quedarse quieto. En eso interrumpe mis pensamientos
una melodía odiosa en el piano. Me asomé para decirle que haga
silencio; pero al correr las telas de mi rostro me encontré con el
escenario vacío y un piano loco.
O tal vez yo era la loca...
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Me dirigí hacia la salida, pero algo me empuja tirándome al
suelo. Me toma de los tobillos y empieza a arrastrarme.
No sé cómo, pero me libré y corrí con todas mis fuerzas a la
salida que daba al primer piso. Bajé las escaleras y me reencontré
con mis amigas que me estaban buscando por que el juego había
acabado. No le conté a nadie aquel suceso en el teatro, porque
pensé que nadie me creería.
Eran las 02:45 am y por fin era la hora de dormir. Yo estaba muy
agotada y como de costumbre, me dormí muy rápido. Solía ser
sonámbula pero muy de vez en cuando.
De la nada abro mis ojos y me encuentro en el segundo piso en
pleno pasillo donde apenas si podía ver las luces verdes al final
que decían "salida". Empecé a escuchar pasos de las escaleras.
Apareció una enorme silueta negra parada justo debajo de las
luces. Empezó a acercarse de manera muy lenta lo que me dio
tiempo de correr hasta la planta baja donde se encontrarían
durmiendo mis compañeras.
Corrí muy rápido, tanto que no veía mis propios pasos y me
tropecé en las escaleras. Esa sombra me seguía persiguiendo.
Sumida en la desesperación me levanté y corrí hasta la sala de
maestros, donde dormía mi grupo. Desde la ventana vi a mis
compañeras descansando, pero la puerta no se habría.
Al observar bien me percaté de algo aterrorizante: yo también
estaba descansando entre ellas.
Confundida golpeaba la ventana para que me oyeran, pero la
inmensa oscuridad me alcanzó. Sin ver nada se sentía como si
estuviera en una habitación atrapada. Cuando pude abrir mis
ojos estaba en una colchoneta acostada boca abajo. Al lado mío
se encontraba mi amiga roncando. De repente se escucharon
tres fuertes golpes de la ventana. Asustada, decidí no mirar y
cerré mis ojos con la esperanza de volver a dormir.
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Nunca sabré que fue aquello que vi en esa noche de infierno,
pero de una cosa estoy segura... la oscuridad siempre me está
observando.
Angelina Godoy
-exploradora-
Relato de terror
Cuenta la historia que cuando se apagan las luces del segundo
piso existe una extraña sensación de que alguien te está
observando y que se acerca muy lentamente. Al mirar hacia
atrás se ve una silueta de color blanco da mucho miedoooo,
mejor salí corriendo
Claudia Roman
-no docente 2020-
Limpieza infernal
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Alicia odiaba los días miércoles. Invierno, frío, el horario
vespertino, la ponían de mal humor. Cuando contaba entre sus
amistades que debía concurrir a limpiar el cole a las diecinueve
horas todos le respondían con alivio: “-¡Ahhhhh! Pero es plena
tarde. Peor sería que tuvieras que ir de noche”. Nadie parecía
recordar que en Puerto Deseado, en pleno invierno, oscurece a
las diecisiete y treinta. Y a las diecinueve, con ayuda de la
cuarentena, las calles se volvían tristes y desiertas. Como si
fuera la medianoche.
Esa tarde le costó sobremanera: hacía varios días que sufría de
una fuerte migraña. Pero se resistía a ir al hospital. Temía que
la dejaran internada. Que la aislaran. Y por otro lado, estaba
segura de no haber tenido contacto con ningún infectado. Se la
pasaba encerrada en compañía de sus gatos y plantas. Los hijos
hacía años que habían crecido. Cada uno tenía su propia vida y
respetaban a rajatabla la premisa de no visitarla ni visitarse
entre ellos. Eso sí: no faltaban las videollamadas a diario, los
mensajes de texto o los audios.
Al llegar al colegio el aspecto de abandono la llenó de tristeza.
Estaba habituada a llegar y que el sonido de las risas y los gritos
de los chicos la recibieran. Ese alboroto que hasta hace unos
meses atrás la perturbaba, hoy la llenaba de nostalgia.
Comenzó su rutina, como siempre: en el segundo piso. Desde allí
comenzaba a bajar con el balde repleto de lustramuebles,
desengrasantes, alcohol y paños que iba descartando a medida
que el color cambiaba de amarillo a negro. Estaba en una de las
primeras aulas repasando los bancos cuando, a lo lejos, le
pareció oír un silbido. Se incorporó y trató de prestar atención.
–“¡Imposible!”, pensó.
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Continuó repasando los muebles. Pero para no ponerse nerviosa,
conectó los auriculares a su celular, y comenzó a escuchar esos
temas de su juventud que tanto le gustaban. Intentaba no tener
miedo. Si había algo que Alicia sabía de sí misma era el temor
que le producía “lo paranormal”, como decía su hijo Pablo. Le
fascinaba escuchar historias, mirar películas, leer libros… Pero
la aterraba la idea de, un día, toparse con “algo” cara a cara que
no pudiera racionalizar.
Trató de pensar en otras cosas: sus hijos, sus dos nietos a
quienes hacía tanto que no abrazaba, en las ganas que tenía de
estar en su casa tomando mates, mientras miraba alguna serie.
De repente pudo ver por el rabillo del ojo un bulto pequeño que
pasó frente a la puerta. Sentía que el corazón, su corazón, “el
bobo”, se le salía del pecho. ¿Fue una laucha? Ya la iba a escuchar
el cura. No podía ser que a estas alturas hubieran roedores en
las aulas. ¿No habían llamado a los especialistas en plagas? ¿Se
les había escapado una? Mientras pensaba en todo esto, caminó
lentamente hacia la puerta. Se asomó lentamente. Unos metros
más allá divisó una pequeña esfera de color carmesí. Giró la
cabeza en dirección opuesta. Pudio ver como en otra de las
aulas, en el extremo opuesto del corredor, alguien la observaba.
Era un niño. Alicia concluyó eso por la altura y la media cara que
alcanzaba a vislumbrar, mientras el pequeño asomaba en la
puerta de ese salón. Alicia sintió que estaba asustado. Sí. Lo
sintió. Como si ese temor fuera el de ella. El que sentía en ese
momento, en que creía estar viviendo una pesadilla, un mal
sueño. Una de esas series que le gustaba mirar por televisión.
Tragó saliva, espero a que su corazón se calmara un poco, y
enfiló hacia donde había visto asomarse a ese pequeño a quien,
a estas alturas, había perdido de vista. Fueron los veinte metros
más largos de toda su vida. Rezaba para no encontrar nada. Para
que todo quedara en una anécdota para contar a sus hijos, esa
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misma noche, en una video llamada. Una historia para contarle
a su mejor amiga en un mensaje de voz.
Pero no.
Al pararse frente a la puerta lo vio allí, parado, casi a punto de
llorar. Alicia no sintió miedo. Pensó que seguramente habría
llegado al colegio con alguien: uno de los administradores se
habría olvidado algo y fue con un pequeño hijo o sobrino. O tal
vez una de las secretarias. Quizás una de sus compañeras de
tareas. O el hombre de mantenimiento. Trató de hablar con el
pequeño que estaba blanco de miedo. Alicia se agachó para
ponerse a su altura. Había leído que eso quitaba el miedo a los
niños, ya que dejaban de ver al adulto como amenaza.
“-¡Hola hermoso! ¿Cómo te llamás? ¿Con quién estás? ¿Te
perdiste? ¿Querés que te lleve abajo?” Con cada pregunta el niño
retrocedía, y su semblante parecía volverse más sombrío. Y más
triste. La mujer se paró. Entraría al aula y le ofrecería un
caramelo. Tal vez así podría tomarlo de la mano y bajar con el a
la planta baja, a ver quién era el adulto irresponsable que había
permitido a aquel pequeño deambular solo por los oscuros
pasillos del colegio. Se incorporó, y cuando se prestaba a entrar
la puerta se cerró de golpe, violentamente, en su cara. Alicia
imaginó que alguna de sus compañeras habría dejado una de las
ventanas abiertas. Forzó el picaporte y la puerta se abrió.
Nuevamente sintió que sus piernas se aflojaban y su corazón se
detenía. Un escalofrío le recorrió la espalda y el pecho. Su
respiración se entrecortaba. En el salón no había nadie.
Alicia emprendió una huída que casi le cuesta una caída por las
escaleras. Salió del colegio lo más rápido que pudo. Ni siquiera
se molestó en cerrar. No pensaba volver a pisar ese maldito
lugar. Ni siquiera para acercar su renuncia.
Verónica Lobones
-profesora-
SU ESPIRITU.
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Y ahí estaba, repasando los cálculos que ese día iba a evaluar el
profe. Había estudiado toda la semana, asistido a las clases de
apoyo, papá me los había explicado, pero aun así me costaba
mucho resolverlo. No me sentía segura. Lo único que quería era
aprobar esa materia que me quitaba el sueño. Ese día, antes de
la evaluación me había quedado en el salón, le había explicado
al preceptor que estaba un poco descompuesta, y era la verdad,
pero no quería retirarme a casa solo quería hacer la evaluación
de una buena vez.
En eso aparece él, simplemente se acercó, me saludó y preguntó
si necesitaba ayuda. No lo conocía. En realidad, no conocía casi
a nadie. Había comenzado la secundaria hacía 3 meses. Tenía
pocos conocidos y él parecía ser de 5to, a quienes no conocía
nadie prácticamente. Le conté que estaba nerviosa porque tenía
un examen de matemática, y que esa materia me costaba
muchísimo. Era la que más estudiaba y la que menos nota tenia,
pero aprobar con lo justo me alcanzaba. Se ofreció a ayudarme.
Me explicó los cálculos y en eso tocó el timbre del fin del recreo,
le agradecí y se fue.
El examen era en la última hora. Fui la última en entregar la
hoja. Guardé mis cosas y me fui. Tenía la esperanza de cruzar a
los de 5to en la salida, pero no lo vi. Pensaba que quizás se había
retirado antes. Por las dudas me quedé esperando en la salida
por él, pero nunca lo vi pasar. Regresé a casa nerviosa por el
examen, pero también pensando en él, en esa situación tan rara
y lo amable que había sido.
Al día siguiente, la profe llevó las correcciones. Había aprobado
con un ocho. Estaba feliz. En el recreo lo busqué entre la
multitud para agradecerle por la ayuda que me había brindado,
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por haberse acercado aun sin conocerme, pero no lo vi. Terminó
el recreo y regresamos a clase.
Mientras estábamos en clases lo vi pasar. Me saludó con la mano
y siguió. Pedí permiso para ir al baño y lo alcancé en el pasillo.
Hablamos un rato. Le conté lo del examen. Me felicitó y se fue a
su curso.
Así pasaron varias semanas y cada tanto me visitaba en el salón
los días que no salía al recreo repasando o simplemente con la
esperanza de que él se acercara. Había surgido una linda
amistad, pero no le había hablado de él a nadie, solo el preceptor
nos había visto en algunas ocasiones en el recreo cuando
estábamos en el salón.
Llegó un domingo. Ese día nos fuimos a comer a la casa de
nuestra abuela materna. Era uno de esos domingos en los que se
reunía la familia a comer las pastas que preparaba la nona. En
la sobremesa, la abuela sacó un álbum de fotos. Todos nos
entusiasmamos por verlo. Nos contaba quién era cada uno, y
miles de anécdotas sobre ellos.
En eso lo vi. Era él. O alguien muy parecido a él. Era su gemelo
o un primo que no conocía. Pregunté a la abuela quién era. Me
contestó que era mi abuelo cuando era adolescente.
Yo no llegué a conocer a mi abuelo. Él falleció trágicamente muy
joven y casi no se hablaba de ese tema en la casa, menos con
los más chicos. Me contó que era un muy buen alumno en el
colegio. Ella estaba en primer año cuando se conocieron en un
recreo que él se acercó cuando la vio sola en el salón. La había
ayudado con matemáticas. Ese día ella tenía un examen.
Era igual a lo que me había sucedido con mi amigo, a quien había
tratado un par de veces y me había dicho que su nombre era
Pancho. Yo deduje que era el seudónimo de Francisco. Mientras
mi abuela contaba sobre él dijo que en el colegio se hacía llamar
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Pancho porque no le gustaba mucho su nombre, Faustino. Juro
que ese día quedé perpleja. Confundida por todas las similitudes.
Solo quería que llegue el lunes para ir al colegio y reencontrarme
con él.
Me quedé en el salón ese día. No salí al recreo esperando que
viniera, pero no sucedió. Llegó el viernes, el último recreo y
nunca apareció.
No lo había visto en el colegio en toda la
semana. Me decía a mí misma que quizás estaba enfermo y que
por eso no había ido al colegio. Trataba de convencerme de que
la coincidencia con la historia de la abuela era una simple
casualidad.
Era la última hora de la clase del viernes siguiente y él pasó por
el pasillo del salón. Se asomó a la puerta y me saludó. Pedí
permiso al profesor para ir al baño. Cuando estaba caminando
por esos pasillos se me acercó y me dijo que era cierto todo lo
que mi abuela me había contado. Mientras me decía todo eso
me preguntaba cómo era posible que él supiera esa historia. Fue
en ese momento que me confirmó todo lo que yo pensaba: que
ese chico, era mi abuelo a quien nunca llegué a conocer; que sí
era él. Quedé perpleja, aturdida, confundida, asustada. Cuando
reaccioné me dijo que siempre iba a estar conmigo, que solo
conmigo podía establecer esa conexión. Que en cada momento
de mi vida él estaría a mi lado.
En ese momento entendí todo, por qué no lo veía entre todos los
chicos, por qué el preceptor nunca nos decía nada cuando
estábamos en el salón en los horarios de recreo, simplemente,
porque solo yo lo podía ver. Porque era el espíritu de mi abuelo
Pancho. Mi abuelo materno quien también había sido alumno del
colegio salesiano san José.
Fabiana López
-profesora-
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El Retrato
Todo fue muy confuso. Aquel día de marzo, aún con rastros del
calor de verano, se declaraba la cuarentena obligatoria en todo
el país. La orden fue clara: enviar a todos los chicos a sus casas.
¿Tan riesgoso será terminar la jornada? Si ya estamos todos acá
– me pregunté.
10.15 a.m. Caos.
Llamadas a las familias, rumores de fin del mundo entre los
chicos. Risas, preocupación, incertidumbre. Así fuimos
despidiendo a todos.
A directivos y secretarios nos tocó quedarnos a cerrar la escuela.
Nos repartimos para revisar diferentes lugares y juntar
cualquier objeto perdido, después de todo no sabíamos cuándo
íbamos a volver.
Me tocó el pasillo del primer piso, pasillo donde está el museo de
la escuela, lleno de animales disecados y otros objetos.
¡Qué tétrico! -pensé- sola con los bichos muertos.
Terminé de revisar el último salón. Apenas alcancé a encarar
hacia la escalera cuando escuché un sonido inconfundible: el
ruido de la suela de los zapatos del uniforme de los chicos
rechinando contra los cerámicos del piso.
Giré.
Era un alumno, mirándome fijo, desde la otra punta del pasillo.
Aún desde esa distancia, sus ojos, azules como la misma Ría,
brillaban.
-Disculpe, me olvidé un cuaderno en la preceptoría de arriba y
volví a buscarlo- me dijo.
-No pasa nada, ya se fueron todos, andá nomás.
No puedo mentir, no es fácil recordar el rostro de todos, pero la
familiaridad que genera el uniforme gris y azul, puede ser
engañosa.
Bajé las escaleras que terminan directo en el hall de entrada. Ya
no quedaba nadie. Agarré mi bolso, busqué las llaves de la puerta
principal y me dirigí a la salida.
En ese instante, un frío invernal me recorrió el cuerpo. Me quedé
con medio pie bajando el escalón de la salida, suspendido en el
aire.
Retrocedí.
Estuve un momento parada en la entrada sin poder decidir si
volver o no, pero quedarme con dudas no es mi cosa favorita.
Volví.
Me paré frente a los retratos colgados en el hall, unos que
exhiben fotos en blanco y negro, de tiempos muy pasados de la
escuela, tan pasados que ya no existe nadie que cuente sus
historias en primera persona.
Lo vi.
Ahí, mirándome a través del vidrio que protege la foto, estaba el
chico que acababa de mandar a su casa. Aún siendo las fotos
blancas y negras, no pude evitar la sensación de ver sus ojos
bien azules. Serio, desgarbado, con otro uniforme. Me quedé
helada por unos segundos.
Debo estar cansada- me dije, negadora.
Cuando me dirigí a la salida nuevamente, lo escuché otra vez…
un rechinido.
Esta vez, no volví.
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Seudónimo: “La Psi.”
Bárbara Despuy
-no docente 2020-
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Una vuelta más…
Había quedado asustado después de leer tantas historias de
terror del cole. Las monjas diabólicas, el cuchillero, las
apariciones del segundo piso, los espíritus que le dan vida a los
animales disecados del primer piso, el teatro tenebroso y las
sombras que te erizan los pelos de la nunca cuando estás solo
en uno de los pasillos… incluso de día.
Sabía que todo eso me perseguiría cuando volviera al Sanjo. Pero
mientras pensaba en eso, recordé una experiencia que tuve
durante mis primeros acantonamientos.
Era chiquito pero valiente. No debía tener más de 12 años.
Estábamos jugando al Grillo, ya eran casi las tres de la mañana
y el bendito monitor no aparecía. Escuchaba el silbatazo pero no
veía nada. Llegué al pasillo del primer piso… ese… el de los
animales disecados. Era una gran boca negra con una mancha
de luz verde al final. ¡Ni loco me meto ahí!, pensé. Enseguida
escuché pisadas en la escalera detrás de mí. No sabía si venían
del teatro o planta baja. Sólo sabía que debía escapar. Arranqué
a correr desesperado. Sentía que alguien me pisaba los talones
pero cuando giré la cabeza para ver quién era no había nadie.
Nunca fui miedoso. ¡Se escondió en un aula, gil! ¡No te asustes!,
me recriminé y subí al segundo piso.
Tengo que reconocerlo, los reflejos me dan miedo. Demasiadas
pelis de terror … supongo. Cuando llegué al segundo piso, sin
levantar la cabeza para no ver nada en ningún vidrio me metí
en la primera aula y me escondí en la esquina, debajo del último
banco. Sentí cómo pasaban por las otras aulas. Más que mover
los bancos parecían que los revoleaban por los aires. Los profes
se van a enojar, pensé al principio; pero los ruidos eran tan
violentos que me empecé a asustar muchísimo. Me hice una
bolita con los brazos abrazando mis rodillas. ¡Cómo si eso fuera
a protegerme!
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De repente, todo quedó en silencio. Creí que en cualquier
momento volarían los bancos de mi aula, o me encontrarían o
algo. En el primer piso escuché voces de mis compañeros que se
reían. Me tranquilicé.
Me armé de valor y al asomarme a mirar si había alguien en el
pasillo; se reflejó en el vidrio del gabinete de orientación una
silueta que entraba en la preceptoría del segundo piso, al otro
lado del pasillo. Era muy grande para ser uno de mis compañeros.
¡El Grillo!, pensé. Salí corriendo para agarrarlo; pero cuando entré
en la preceptoría no entendí lo que ví.
Una chica, supuse por el pelo largo, vestida con un uniforme
polvoriento y deshilachado se agachaba debajo de la ventana.
Pude ver parte de sus brazos, sus piernas y sus pies. Eran grises
y tenían como pústulas que supuraban. Si era un disfraz,
realmente se habían esmerado.
En ese momento se dio vuelta. Fue sólo un par de segundos pero
pude ver que donde deberían estar sus ojos sólo había dos
cuencas vacías y que su boca se abría y una negrura fría y mortal
me invadía.
¿Qué hacés acá?, me dijo una voz atrás mío. Giré y me encontré
con un cura. Me pareció raro; porque no lo conocía, porque usaba
una larga sotana negra y porque tenía una tonada extranjera.
Creo que encontré al grillo, le dije como si fuera la explicación
más obvia del mundo. Giré para mostrarle lo que decía pero la
“chica” ya no estaba ahí. Lo miré sorprendido y empecé a
buscarla bajo los escritorios pero sabía que era imposible que
estuviera ahí… aunque también era imposible que hubiera
pasado enfrente de nosotros dos y no verla.
Tranquilo, seguro se escapó, me dijo. Vamos, che. Tenés que
volver con las seños creo que el juego ya terminó.
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Me tomó de la mano y me acompañó hasta la escalera del teatro
y me dijo que bajara. No sé por qué pero estando con él ni la
escalera, ni el pasillo de los animales muertos parecía
asustarme.
Cuando llegué a la planta baja, me crucé a mi maestra. Estaba
a punto de llamar a mis viejos porque yo no aparecía. Cuando le
dije que estaba jugando en el segundo piso se enojó. Eran las
cinco de la mañana. Habían cortado el juego a las dos y desde
entonces mis compañeros dormían y todos los profes me
buscaban por el colegio. Me disculpé diciendo que estaba
siguiendo a la monitora disfrazada. La seño se enojó más.
Pensaba que le estaba tomando el pelo. Todos los monitores son
varones y no hay ninguno disfrazado, me dijo.
A mi no me gusta que me traten de mentiroso; así que le
retruqué: Pregúntele al cura, él la vio conmigo en el segundo
piso. Me dijo que le padre Fernando estaba durmiendo y que no
había otro cura en la localidad.
Cuando le conté del señor de sotana su rostro se dulcificó (creo
que estaba tan feliz por verme sano y salvo que no me quiso
retar más) ¡Ahh! Ya sé a quien te cruzaste: Al padre Beavouir, al
fundador del cole. Cuenta la leyenda que todas las noches
camina sobre el techo del teatro listo para ayudar a cualquier
joven que lo necesite. Él usaba sotana negra y estuvo enterrado
mucho tiempo bajo el teatro, hasta que trasladaron sus restos
al cementerio local. Pero todos sabemos que su alma sigue acá,
con sus pibes.
No me asusté. Hasta me pareció lógico. Esa mañana la seño y
yo prepararmos el desayuno para todos mis compañeros. La
historia oficial dice que me quedé dormido escondido en medio
del juego y que me desperté al día siguiente…
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Pero yo sé la verdad. Sé que tengo un amigo en el Sanjo que me
cuida de todos mis espantos… los reales y los imaginarios. Lo sé
porque lo sigo viendo: en cada recreo, en cada aula, en cada
convivencia, en el ateneo, en el CJ, durante las actividades de
los sábados en el batallón y muy de vez en cuando, cuando me
quedo a dormir en el cole… caminando sobre el techo del teatro
y sonriendo porque en la Casa Salesiana San José hay vida.
¡Gracias a todos los que participaron!