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432 FAUSTINO MARTÍNEZ MARTÍNEZ mentada por el Espíritu Santo. Y debe servir como pedagogo que señala el camino hacia la gracia. Todas derivan, en última instancia, de Dios, de su voluntad o de su razón, en tanto ley eterna como orden del universo al que todos y todo se pliegan. En su tratado político más relevante, De civitate Dei, la regla áurea vuelve a cobrar protagonismo en tanto esa ciudad de Dios se fundamenta en la misma regla como elemento de cohesión de todas las estructuras mentales del ser humano. Como se sabe, esta obra, esencial para explicar el pensamiento político medieval, debe ser leída en clave simbólica, porque ni la ciudad de Dios, ni la ciudad del diablo, existen o existieron realmente: son comportamientos, conductas, reflexiones, sobre modelos míticos de organización política que prefiguran los que serán los dos grandes poderes medievales, Papado e Imperio, simplemente esbozados aquí por el sabio de Hipona. El ataque, que le lleva a invocar la regla de oro en su vertiente positiva, se dirige contra el pensamiento estoico y su doctrina sobre las buenas pasiones. 126 Según éstos, el sabio solamente puede tener tres pasiones y está vedada para él la tristeza o dolor, que es incapaz de sentirla: De las que los griegos llaman eupathias, y nosotros podemos decir pasiones buenas, y Cicerón en el idioma latino llamó constancias, los estoicos no quisieron que hubiese en el ánimo del sabio más que tres en lugar de tres pasiones, por el deseo, voluntad; por la alegría, gozo; por el temor, cautela; pero en lugar del dolor (al que nosotros, por huir de la ambigüedad, quisimos llamar tristeza) dicen que no puede haber objeto alguno en el ánimo del sabio; porque la voluntad apetece y desea lo bueno, lo que hace el sabio; el gozo es del bien conseguido, lo cual dondequiera alcanza el sabio; la cautela evitar el mal, lo que debe obviar el sabio. Pero la tristeza, porque es del mal que ya sucedió, son de opinión los estoicos que ningún mal puede traer al sabio, y dicen que en lugar de ella no puede haber otra igual en su ánimo; así les parece que, fuera del sabio, no hay quien quiera, goce y se guarde, y que el necio no hace sino desear, alegrarse, temer y entristecerse; y que aquellas tres son constancias y estas cuatro perturbaciones, según Cicerón, y según muchos, pasiones. En griego, aquellas tres, como insinué, se llaman eupathias y, estas cuatro, pathias. 126 Agustín de Hipona, “La ciudad de Dios”, lib. XIV, cap. 8: “De las tres perturbaciones o pasiones que quieren los estoicos que se hallen en el ánimo del sabio, excepto del dolor o la tristeza, lo cual no debe admitir o sentir la virtud del ánimo”, Obras de San Agustín, Madrid, BAC, 1965, t. XVII.
LA REGLA ÁUREA EN EL MUNDO MEDIEVAL 433 La cita del Evangelio de Mateo 7, 12, ya conocida, acude en su ayuda para refutar esa tendencia al dolor o a la tristeza, con la insistencia puesta en el hecho de que el hombre tiende naturalmente hacia el bien y tiende a apetecer aquello que es bueno, como se infiere del empleo de ciertos vocablos (querer frente a gozar): Buscando yo con la mayor diligencia que pude si este lenguaje cuadraba con el de la Sagrada Escritura, hallé lo que dice el profeta: No se gozan los impíos, dice el Señor, como que los impíos pueden más alegrarse de que gozarse de los males, porque el gozo propiamente es de los buenos y piadosos. Asimismo en el Evangelio se lee: Todo lo que queréis que os hagan los hombres, eso mismo haréis vosotros con ellos, y parece que lo dice porque ninguno puede querer algún objeto mal o torpemente, sino desearlo. Finalmente, algunos intérpretes por el estilo común de hablar añadieron que todo lo bueno, y así interpretaron: Todo el bien que queréis que os hagan a vosotros los hombres; porque les pareció que era necesario excusar que ninguno quiera que los hombres hagan acciones inhonestas e indebidas, y por callar las torpes, a los menos los banquetes excesivos y superfluos, en los cuales, haciendo el hombre lo mismo, le parezca que cumplirá con este precepto. Pero en el Evangelio citado en idioma griego, de donde se tradujo al latino, no se lee lo bueno, sino: Todo lo que queréis que hagan con vosotros los hombres, eso mismo haréis vosotros con ellos; imagino que lo dice así, porque cuando dijo queréis, ya quiso entender lo bueno, porque no dice cupitis, lo que deseáis; sin embargo, no siempre debemos estrechar nuestro lenguaje con estas propiedades, aunque algunas veces debemos usar de ellas; y cuando las leemos en aquellos de cuya autoridad no es lícito desviarnos, entonces se deben entender, cuando el buen sentido no puede hallar otro significado, cómo son las autoridades que hemos alegado, así de los profetas como del Evangelio. Porque, ¿quién ignora que los impíos se regocijan y alegran? Sin embargo, dice el Señor, que no se gozan los impíos; ¿y por qué, sino porque cuando este verbo gaudere o gozarse se pone propiamente y en su peculiar sentido significa otra cosa? Agustín considera que ese es el precepto clave, el precepto verdadero, con una voluntad que indefectiblemente siempre tiende hacia lo bueno en sentido cristiano, es decir, hacia aquello que es verdadero: Asimismo, ¿quién puede negar que está bien mandado que lo que deseamos que otros hagan a nosotros, eso mismo hagamos nosotros con ellos,
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mentada por el Espíritu Santo. Y debe servir como pedagogo que señala<br />
el camino hacia la gracia. Todas derivan, en última instancia, de Dios, de<br />
su voluntad o de su razón, en tanto ley eterna como orden del universo<br />
al que todos y todo se pliegan. En su tratado político más relevante, De<br />
civitate Dei, la regla áurea vuelve a cobrar protagonismo en tanto esa<br />
ciudad de Dios se fundamenta en la misma regla como elemento de cohesión<br />
de todas las estructuras mentales del ser humano. Como se sabe,<br />
esta obra, esencial para explicar el pensamiento político medieval, debe<br />
ser leída en clave simbólica, porque ni la ciudad de Dios, ni la ciudad del<br />
diablo, existen o existieron realmente: son comportamientos, conductas,<br />
reflexiones, sobre modelos míticos de organización política que prefiguran<br />
los que serán los dos grandes poderes medievales, Papado e Imperio,<br />
simplemente esbozados aquí por el sabio de Hipona. El ataque, que le<br />
lleva a invocar la regla de oro en su vertiente positiva, se dirige contra<br />
el pensamiento estoico y su doctrina sobre las buenas pasiones. 126 Según<br />
éstos, el sabio solamente puede tener tres pasiones y está vedada para él<br />
la tristeza o dolor, que es incapaz de sentirla:<br />
De las que los griegos llaman eupathias, y nosotros podemos decir pasiones<br />
buenas, y Cicerón en el idioma latino llamó constancias, los estoicos<br />
no quisieron que hubiese en el ánimo del sabio más que tres en lugar de<br />
tres pasiones, por el deseo, voluntad; por la alegría, gozo; por el temor,<br />
cautela; pero en lugar del dolor (al que nosotros, por huir de la ambigüedad,<br />
quisimos llamar tristeza) dicen que no puede haber objeto alguno en<br />
el ánimo del sabio; porque la voluntad apetece y desea lo bueno, lo que<br />
hace el sabio; el gozo es del bien conseguido, lo cual dondequiera alcanza<br />
el sabio; la cautela evitar el mal, lo que debe obviar el sabio.<br />
Pero la tristeza, porque es del mal que ya sucedió, son de opinión los<br />
estoicos que ningún mal puede traer al sabio, y dicen que en lugar de<br />
ella no puede haber otra igual en su ánimo; así les parece que, fuera del<br />
sabio, no hay quien quiera, goce y se guarde, y que el necio no hace sino<br />
desear, alegrarse, temer y entristecerse; y que aquellas tres son constancias<br />
y estas cuatro perturbaciones, según Cicerón, y según muchos, pasiones.<br />
En griego, aquellas tres, como insinué, se llaman eupathias y, estas cuatro,<br />
pathias.<br />
126 Agustín de Hipona, “La ciudad de Dios”, lib. XIV, cap. 8: “De las tres perturbaciones<br />
o pasiones que quieren los estoicos que se hallen en el ánimo del sabio, excepto del<br />
dolor o la tristeza, lo cual no debe admitir o sentir la virtud del ánimo”, Obras de San<br />
Agustín, Madrid, BAC, 1965, t. XVII.