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Hilda Yaneth Sotelo
puerta a la que ninguno de sus hijos teníamos acceso. Ya en
el sillón con las nalgas hacia arriba crucé una pierna mientras
de reojo alcanzaba a jalar con fuerza la estorbosa piedrecita,
el sangrado fue profuso, y conciso. Cual fue mi sorpresa que
la geometría de la herida transmutó varios contornos al
brotar la sangre. Entré en profundo dolor, el llanto, los
gritos, el desconcierto de mi hermana, me identifiqué con los
matices de los pequeños coágulos que a veces se tornaban
morados. Sentí una especie de alivio cuando me percaté de
mi gusto por el horror, al mismo tiempo la ingenuidad, la
liberación de ese gusto por ver mi pie sangrado, inundaron
las multicoloridas formas de la herida. El incidente ocurrió
tan rápido que ni el tiempo se pudo detener, y ahora estoy en
un instante en otro lugar.
¿Cómo llegué aquí?, ni lo sé, eso que otras han
experimentado al sentir que el tiempo se detiene, no se me
da.
Por eso de tremendo grito mi mamá recurrió a la maestra que
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debería ser y aconsejó a mi hermana cuidarme en lugar de
zarandearme. Mis ojos inquietos, nublados por el lloriqueo,
buscaban presurosos la piedra que al parecer, sí conocía el
tiempo y los eventos, la piedra se había ido por instantes.
Mi muy alimentada imaginación me llevó a deducir que la
piedra no quería ser vista por mi madre, que sólo fue hecha
para mí y que la bruja de mi hermana había podido verla
porque vertió un hechizo para cruzar la barrera.
Mi imaginación no estaba muy disparatada. La piedra
desapareció por varios días, suficientes para que mi mamá
enviase a mi hermana con la tía Lola. Agradecí no tener su
presencia a mi alrededor como también salté de alegría al
encontrar mi corazón en uno de los dobleces del sillón
esmeralda. Los sillones fueron la piedra y la llenaron de un
verde que le daba vida.
Muy cuidadosa la subí al ropero más alto de mi recámara y
ahí la olvidé. La olvidé igual que el dejo de mi niñez, la
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