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Hilda Yaneth Sotelo
alcanzaban al perrito que no atinó otra cosa que ponerse a
temblar. Ella mencionaba a la “Mujer con armiño” al verme
con el pequeño animal en brazos, yo recordaba la noche de
las velas verdes, blancas, rojas, la noche cuando la cera
ardiente fue a dar desordenada al mantel guinda que recién
había adquirido, una de tantas noches nuestras en la
Medieval en París, era ella, era ella, Arline y yo habiamos
estado juntas varias vidas, era mi esposa, yo su caballero de
chaleco negro, caballo fino y lentes intelectuales. Cuando
fallecí su corazón dolido se vació, desde entonces me ha
buscado, ahora me encuentra en cuerpo de mujer y le
escribo, la atrapo. Mis letras la seducen, la enloquecen.
Cometimos el error de involucrar a Marisol en nuestro amor;
es testigo y lo ve con sordidez, congraciada en la pasión
invisible para su corazón, risible en su moral, observaba
quisquillosa, burlona, oscura, esa maldad que nos alcanza a
cada mujer durante las patadas en el juego, en la cancha de
los siglos. Marisol anhela alcanzar nuestra pasión y se
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entromete hasta separarnos.
Después Arline, sumamente nerviosa me exigiría retirarme
de su casa, daba la espalda a la posibilidad de un abrazo,
daba la frente al lavado de trastos, al zinc relleno de rutina,
comida vieja, sopas largas, jabón sin espuma. La vi mostrado
la espalda, apresurada gritando, como siempre: -¡vete, vete,
vete, mañana por la tarde hablamos por favor ahora vete!
Busca tu identidad en otra parte. Lárgate.
Unas horas luego en mi cama, donde la capacidad de
voltearlo todo a placer me era regalada, lo hice. No sé cómo
pero ella estaba retando al contacto con los labios, pero no
era ella, eran otras, varias incontables mujeres, parecían
pedir ayuda, aquello no era un beso de amantes, era una
súplica de auxilio. El ruego que suavemente movía la lengua,
estrujaba su cabello, movía las gruesas manos, señalaba a la
recámara, apuraba el siguiente paso.
¿Y yo? Segura de que Arline huiría mil veces, y de que
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