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Hilda Yaneth Sotelo
Mujeres cósmicas
los sabás ahora.
Los códigos secretos le fueron entregados, el libro de las
almas le fue abierto, cuando salió del coma el velo azul
volvió a cubrir su rostro.
Años antes Lucy y Marisol departían en el café de los
pájaros en el alambre; estaban en el segundo piso pero
parecían estar en alguna dimensión mucho más elevada,
desde allá, dos enormes ojos ovalados mecían y contaban la
escritura en Polvos de manzana, soplaban la historia de
Arline, una alargada figura que venía de Venus.
Marisol ya leía las primeras tres páginas de Mujeres
cósmicas, lloraba al encontrarse en cada palabra. Su corazón
se estremecía latiendo con fuerza y certeza de comprometer
a la mente a soltar el pasado, el poder. Ella se resistía,
callada, a veces distraída, llamaba a la tarántula, al rescate
del tejido de otras manipulaciones maquiavélicas, aún sus
compromisos la ataban, sus demonios se empeñaba en ser
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entretenidos. El puesto de coordinadora de la carrera de
Sociología en la universidad, el matrimonio con un hombre
mayor, el apoyo moral y económico a su familia,
compromiso adquirido desde la infancia, las joyas, la pose,
el cabello largo, el mantenimiento de las largas uñas, las
pestañas postizas, la sonrisa perfecta, los viajes, el dinero, las
ventas, las carcajadas, la comida, los suculentos platillos, no
la soltaban. La tarántula gigante, madre de todos los enredos,
tejía con nuevos hilos; desde adentro, necesitaba
reinventarse y eso, eso dolía mucho porque las otras hiladas
podrían lentamente.
Lucy observaba el entorno, la otra realidad en la presencia y
en la ausencia de Marisol, sentía un gran compromiso al
amor fraternal, en la confianza que Marisol depositaba en
ella, muy lejos estaba de imaginar lo que sucedería en la
cancha del juego de la vida.
Marisol escucha atenta el consejo de Lucy la tiene absorta al
escribirle lo que sueña. Marisol admira el don de Lucy,
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