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Hilda Yaneth Sotelo
La lluvia hacía lo suyo, no me importó. Bajé las pesadas
maletas presurosa, huyendo de un desenlace fatal. La
camioneta azul había partido de Pochutla hacía cuatro horas.
Recordé al conductor del taxi cuando sugirió llevarme hasta
Pochutla para conseguir una mejor salida, lo consideré inútil
y abusivo por el cobro. Cuando abordé la camioneta azul,
comprobé el pasado paralelo trazado, iba a gastar
exactamente lo mismo, hubiera salido a la misma hora y
vendría exactamente en la misma camioneta azul que ahora
me lleva a ver a La Negrita una vez más.
- Marisol, el hubiera no existe. Lo que sucedió es que
escogiste el reto de enfrentarte, has corrido muy bien por el
verde. Sigue, sigue.
Viajo de copiloto, cierro mis ojos, faltan algunas horas para
llegar a Oaxaca, tomo el ángulo más plácido posible, evoco a
Marco Vinicio y su sonrisa, esa sonrisa, esa eterna sonrisa
que se ha quedado plasmada en mis imágenes, imágenes que
emanan del corazón.
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Mujeres cósmicas
Recuerdo la pequeña rosa de plástico que dejé olvidada en El
Dreams. Ahí se quedó el ingenuo gesto de ese hombre, quien
al ser él mismo me regresó la adolescencia, la juventud.
Después de ver a La Negrita no me conformé con sentir la
niñez, experimenté la juventud en unos cuantos días.
Busqué en mis maletas algún objeto que evocara esos años
donde decidí guardar la jovialidad, esos tristes años cuando
las circunstancias, La Yaya, y padres obligaban a correr
hacia la madurez. Recuerdo que forcé a La Negrita a ser
adulta en un santiamén e impuse el destino de mi familia,
siendo madre de mis padres y de mis hermanos.
Encontré en mi maleta el prendedor de rosa roja. Ay pobre
de mí , en plena flor de mi juventud me enamoré de un
hombre mucho mayor que yo. Yo tenía 18 él, 68. Me
enamoré perdidamente, no sabía nada del futuro, estaba en el
desconsolado presente. Mi relación permaneció diez años.
Diez rápidos años que se llevaron lo saltarín del ser fresco.
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