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Hilda Yaneth Sotelo
veces lograba sus propósitos como por ejemplo la vez que
ganó el maratón de lectura al leer a pan y agua cinco días
seguidos o cuando recibió premios literarios previamente
arreglados.
La sombra iba por la vida orgullosa de su ateísmo, leyó
infinitas veces a Nietzsche. -Soy anatómica y relacional, eso
es, no hay de otra. Los dioses no existen, hemos vivido
engañados, somos unos perfectos idiotas, los humanos nos
revolcamos en nuestros propios lodos y luego queremos que
las divinidades nos limpien, bah-; pensó mientras compartía
el conocimiento recién adquirido al primer bondadoso
prestador de oído. Casi nadie le aguantaba el paso. La
sombra carecía de amigas y su familia poco a poco decidió
no interactuar con ella, no le comprendían el habla, -va
confundida por la vida- solían decir al momento de una
caricia comprensiva en la espalda.
La hilvanadora escuchó el diagnóstico de Don Miguel, el
sobador. – Tu pediste morir porque estabas muy
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desilusionada-. Seguía soñando y entre las pesadillas cogía
con chicas guapas, morenas, riquísimas.
-Si me escuchaste, hace tiempo pediste morir-. Don Miguel
había sido discípulo de Miguel Ruiz pero entre los sueños no
había acuerdos.
Lucy desvió la mirada, intentaba cerrar los oídos a la
observación de Don Miguel. Emitió apenas un leve
murmullo.
-Sí hace tiempo me asaltaron, ahora comprendo; casi me
asesinan en Ciudad Juárez, siempre se lo artribuía al
desmadre de la ciudad, estuve a punto de morir, de hecho ya
iba muerta. Años atrás tuve un novio le entregué mi vida y
pues ahora veo que fue muy mala idea hacer eso porque el
fulano solo me usaba para sus fines, ya lo perdoné. Yo
quería tener una familia, hijos y casarme con él pero sus
sueños y los míos eran muy diferentes. Ya lo perdoné. La
sombra repetía al perdón hasta aburrir a la libélula posada
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