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Hilda Yaneth Sotelo
el picor, el ardor, estoy reviviendo el momento. Lucy, Lucy
¿dónde están los ojos gigantes que me guiaban? No puede
ser, los he perdido, he burlado los hilos dorados que tejías.
Has desaparecido, no me abandones aquí. Ayúdame,
ayúdame a salir, por favor. Ahora estoy sola, muy sola. El
tiempo ha pasado, y las respuestas no aterrizan-.
-Marisol cierra la mente, arroja la envidia, avienta el rencor,
sube al elefante, viste el morado, perdona-.
-No Lucy, no, tú eres fría, calculadora, eres la víbora que se
desdoble, lo retuerce todo-.
- Marisol, dame tu mano, encaminemos a Chayo hacia la luz,
ven ahora, el tiempo se agota-. De pronto la voz de Lucy me
invade, ella fue el ángel que me rescató de mis miserias y
ruinas. Lucy estaba en todo, lo sabía, estalló mientras que
Chayo iba a formar parte de mi experiencia en las buenas y
en las malas. Yo hablo de mi pasado, Lucy lo ve, lo vive.
Evoco la diminuta figura de Chayo, su risa inquieta, sus
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manos sobre mi rostro, un escalofrío lo recorre, avisando que
la herida sana. Siento que las marcas poco a poco se
difuminan entre las montañas de Monte Albán. Chayo es
ahora una imagen morada, violeta, que transmite perdón,
resignación, amor, plenitud. Chayo, la espantosa experiencia,
las marcas en mi rostro se están yendo entre los temores, las
oraciones y la presencia de mis ángeles, mis antepasados
zapotecas que protegen cada paso de esta fantástica vida.
Apenas anoche clarito vi a La Negrita y La Yaya llegando
cada una por su lado, traídas por los espíritus del infinito
tiempo, los símbolos, el amor y la interpretación de mi micro
cosmos.
Estábamos frente al restaurante Primavera, había ordenado
unas quesadillas oaxaqueñas, venían acompañadas de
aguacate y pico de gallo. Al lado reposaba el vino tinto,
Casillero del Diablo. Frente a la Catedral de San José
recorría una a una las sensaciones que deseaban ser filtradas
por la eterna inteligencia.
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