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Hilda Yaneth Sotelo
humano, con eso es mas que suficiente, creo yo.
¿Por qué maldecir a un desgraciado que de por sí ya lo es, al
ser él mismo? ¿Por qué vejarlo, acusarlo? El perdón no sólo
trae paz a mi alma, sino resignación y orgullo de saberme
sana mentalmente. Vivo en la dignidad y los daños son
observables. El odio que ese hombre albergaba en su
corazón definitivamente no me alcanzó; la información
podrida, herencia humana, no ha ganado en mí, he vencido.
El día de mi muerte seré yo conmigo digna de esta decisión
de no odiar, digna de tomar las riendas definitivas de mi
vida, la dirección anhelada, la dirección hacia campos
alegres, ya reconocidos y tan recordados por mí, la dirección
del amor y el espíritu. El perdón es y está. Ahora recuerdo a
los frijoles saltarines, estaban por todas partes aquella tarde,
estaban esparcidos en el piso, en la mesa. Mi madre los había
traído a casa y con gran sorpresa, yo los soplaba hasta
hacerlos bailar.
Crecí y el recuerdo de los frijoles fue enterrado, en cambio,
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la memoria del abuso infantil siguió viva, doliente pero sin
rencor. Hasta en la reunión con Celina, La Negrita y Lucita
vuelvo a recordar las escenas que creí muy pasadas, no cabe
duda que somos uno en fragmentos, los cuadros se empeñan
en recrearse para recordar cuan valiente somos al trascender
la maldad propia y de otros. El tránsito por esta ciudad
donde crecí no ha sido del todo malo. La confianza de mi
madre me hizo fuerte, lista para la vida. He trabajado
arduamente, fui a la universidad. Después de aquella tarde
mi madre escuchó mi vocecita narrando el evento, llena de
furia se deshizo del desdichado de mi padre, creyó una a una
mis palabras y desde entonces hemos sido una. Me convertí
en su estrella, ahora ella es la estrella mía.
Como han de imaginarse en el amor no he sido afortunada,
me refiero al amor de pareja, al amor de hombre mujer, ese,
se quedó
fragmentado entre los destellos amarillos, entre la espuma
de los olores de mi infancia, en el hedor de una escena rara,
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