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Hilda Yaneth Sotelo los sincronismos de una historia que muy a pesar del esquizofrénico ruido, se lee. 2 DE COCODRILOS A DELFINES La Yaya me enseñó a leer y escribir también la compleja división a la temprana edad de cinco años. Cuando ingresé a la primaria me exentaron, no tuve necesidad de cursar el primer año, así fue como, desde entonces inició mi carrera con el uso de la inteligencia académica y de la vida. La Yaya dentro de su retorcido amor hacia mí, guió los menesteres del arte de borrar y pegar. Siendo yo muy pequeña me encantaba ensayar en la actuación. Rayaba constantemente con los plumones, los crayones dejando su marca en cada superficie plana, una tremenda huella. Ello no me preocupaba en lo más mínimo ya que mi Yaya me había dicho que se borra de izquierda a derecha, así, semejante a las brujas que le tiraban las cartas del Tárot. Cartas que manejaban con gracia y oscura maestría. Ella distrajo tanto 22 23
Hilda Yaneth Sotelo su atención del bien que terminó en una ataúd rodeada de borrachos que festejaban su muerte. Su funeral concluyó repleto de botellas de Caguamas, botes de cervezas, Tecate y toda clase de brebajes embriagantes. Mi tía Bala y mi hermano El Cuervo, “el nini” porque ni estudia ni trabaja, fueron los encargados del festín de despedida. Me presenté al cortejo fúnebre por mera fórmula, además la despedida de la Yaya realmente movió el llanto de la negra bajeza de su vida. Lloré rumbo a al crucero que tenía previsto con mi ángel esposo. Lloré y lloré, no sabía si el llanto era por la muerte de mi Yaya o el reciente asesinato de mi padrino, el dueño de El Bar de Las Estrellas, bar amenizado por travestis trasnochados, tristes carcajadas emanadas de los pactos de mi padrino con el infra mundo. Pactos sellados en Ciudad Juárez, mi amada Ciudad. Pactos diabólicos en rituales llevados por el tiempo y el Horangután Marinero. Pataleaba la injusticia y a cada recuerdo mi esposo consolaba. El gran barco Royal Caribbean partía sin prisa, el Mujeres cósmicas viento confundido por el golpeteo de las veletas, de cuando en cuando devolvía el suspiro. Pasadas las horas le entregué las lágrimas a la mar, las mismas lágrimas que regresarían por otro puerto, por otra bahía. Bahía que transmutó los cristales en manifestaciones reales de La Negrita, la adorada nieta de La Yaya. Las lágrimas se convirtieron en una lluvia torrencial que materializó mi niñez acompañada por mi abuela. Me ubiqué a ocho horas de la bahía para distraer la memoria y, ni todos mis intentos de alejar la tristeza que manó durante el crucero, retiraron el enfrentamiento al recuerdo traído por el cielo, las nubes y las lluvias. Recordé que en cuanto mi madre se distraía, las hermosas manitas de La Negrita cogían los escondidos marcadores y hasta en la cara de mis amigas quedaba plasmado el reciente conocimiento adquirido. Las rayas que me enseñó mi Yaya a trazar actuaron despiadadas, feroces en mi retorcida mente, horrenda y meticulosa. Vi que los rayones un día se materializaron en mi propio 24 25
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