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Hilda Yaneth Sotelo
música, su poesía, suele doler, llorar hasta convertirse en el
mar saldado y picante de los recuerdos.
El divorcio llegó al fin, la fortaleza también. Joel había
logrado en unos días lo que la misma Fátima deseaba hacía
cinco años, divorciarse del esposo a quien nunca amó.
Fátima conoce y extravía el amor real. Se refugia en sus
pinturas, en su producción de video clips, en su casa, sus
hijos, su corazón de mujer. A su vida llega Alan, la adora,
pero ella no. Alan es un caballero, ofrece su vida a cambio
de la felicidad de Fátima, la historia es la misma, el amor
sigue en el aire. Las manos mágicas reinciden en la pintura
de otros mundos que esperan ansiosos salir de las esferas
verdes.
Fátima tiene un bello consuelo, sus sueños lo son,
reconstruye la convicción de comunicarse a distancia, arriba
en el escenario. Con certeza desvanece las barreras entre lo
real, lo onírico. Se confirma que no hay diferencia entre uno
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y otro. La distancia entre los dos mundos es corta, muy
corta, casi invisible. Camina con la seguridad en el corazón y
la firmeza en su mirada, su erguida figura que emana talento
al tocar el piano, al cantar, al producir, al pintar. Fátima
despierta sin dormirse y vuelve a la misma habitación, a la
misma cama donde había cerrado los ojos del dolor. Esta vez
los abre a la manifestación de Dios dentro, en su casa, en su
interior rediseñado. Ahora la Vírgen le sopla al rostro. Una
mañana después de leerse, después de recordarse, duerme,
plácidamente, tres pequeños la custodian, la consuelan. Un
viento frío invade la estancia arriba en la cama, desea
despertar, no puede. El miedo transcurre mientras El Ave
María se reza dentro. La inquietud recorre su mañana. La
hilvanadora lo sabe, abre el libro de Fátima, le envía voz de
aliento pacífico, asegurando la belleza angelical en las
esferas negras dirigidas por Kali. Fátima transforma su
mirada, habían sido siete años de vacas flacas; ¿qué
marchaba equívoco en las líneas de su destino, qué?. Había
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