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Hilda Yaneth Sotelo
voltear, siguiendo la línea, Kamel, meneó la colita de alegría
al encontrar en su camino al maestro que ya lo esperaba.
En la mesa cada una tomó su turno, su puesto. Cada mujer,
en la cita, se ubicó con inspiración angelical. Kamel quedaba
en esencia.
-Fátima, mi ama—dijo Kamel.
Olfateó los pies enmarcados en zapatos plateados abiertos.
Absorbió la tristeza de su aún rubia doncella. Quiso avisarle
que los pasos de Joel estaban muy cerca, advertirle ser feliz
en el ahora pero no pudo comunicarlo, era un animal aún y la
hilvanadora estaba concentrada en descifrar realidades
paralelas.
Kamel transpiró la tristeza melancólica de la pérdida del
violinista rojo. El hombre que le había enseñado a la
doncella a hacer de la vida un acto, un acto en cinco
renacentista, le enseñó a ser la quinta luna. Él recién había
dominado el oficio, venía de una letanía vampirezca, gustaba
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de la sangre. La doncella se había enamorada del músico
siglos atrás. El juglar tocaba el laud, había asomado su vista
a los hoyos negros que lo sumergían al tomar sangre, el
ritual preferido de su grupo. Dentro de sus creaciones
trabajaba una, elevarse hasta las alturas con el cuerpo. Una
vez lo logró, sólo en una ocasión pudo elevarse y se vio,
amarillo, de cuerpo escamoso, lengua de lagartija de un sólo
ojo en el estómago extremadamente rojo por dentro. Llevó
sus palmas al vientre, lo presionó para vomitar lo que no le
pertenecía, presionó tan fuerte que se provocó asfixia y
ceguera, mientras una pequeña piedra yacía incrustada en su
mano derecha. Desde entonces abandonó por completo el
hambre por la sangre, pero ésta ejercía una rara atracción en
su psique. La piedra no se movió y llegó a estar, a ser
durante los tiempos venideros. El juglar, después, supo
jugar, cantar, supo tocar cada instrumento que veía actuar.
Había obtenido el permiso de verse en sus creaciones, eso, lo
perdía constantemente y buscaba desesperado la fuente a
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