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Tras los funerales, mientras recogía la ropa de mi padre, descubrí unos restos de granos en los bolsillos
de su gabán y un documento que atestiguaba que mi padre era el propietario del campo de al lado.
Tomé la escalera del cobertizo, la apoyé en el muro cubierto de parra virgen, que exhibía un tono rojo escarlata
jamás visto y me asomé. Casi me caí de la impresión.
Fui a la tienda y compré dos escaleras de mano. Empujé a mi madre y hermano hacia el muro y les
insistí en que subieran conmigo. Los tres nos agarramos para no caer al ver la creación de mi padre: un
jardín de flores de distintos colores que formaban la cara de mi madre, que solo se podía ver desde lo alto
de la escalera y desde aquella parte del muro.
La vocación
Francisco Pascual
No puedo llamarme a engaño, estaba seguro de que esto iba a ocurrir. Mi estricto padre había puesto
el grito en el cielo; rojo de ira se levantó de su sillón y comenzó a pasearse de un extremo al otro de la
sala como un león enjaulado; gesticulaba con las manos, murmuraba entre dientes. De pronto, se detuvo
y comenzó a enumerar por enésima vez los sacrificios que la familia había tenido que hacer para facilitarme
unos estudios universitarios que me aseguraran el futuro. De vez en cuando paraba de hablar y me
miraba fijamente con ojos que parecían estar a punto de disparar rayos láser sobre mí.
Tal fue el escándalo por su parte, porque yo no me atreví a abrir la boca, que acudió el resto de la familia
en pleno, alarmados por las desabridas voces. Entonces, mi padre vio la oportunidad de compartir
su inquina. Como si de un despiadado fiscal se tratara, señalándome con su dedo índice comenzó a acusarme
de mal hijo, de derrochador, de desagradecido al consentir que hubieran desperdiciado el dinero
en mi esmerada educación.
Cuando agotó los argumentos crematísticos,
pasó a otro nivel. ¡Qué dirían sus amistades!
¡Menuda vergüenza! ¡Qué desesperación! No
podría salir a la calle sin sentir que todo el
mundo lo miraba, se burlaba de él. En ese momento
llegué a la conclusión de que aparte de
sufrir por el desencanto que le causaban mis
palabras, su exacerbado esnobismo provocado
por un cierto complejo de inferioridad que
arrastraba desde su adolescencia también había
sufrido un serio revés.
Por fin, al cabo de un buen rato, cesaron los
gritos y las invectivas. Acababa de darme un
Nº 8—Tercera Era Página 45