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Había renunciado a toda intimidad con un ser
de verdad, que la hubiera traicionado o decepcionado.
Poco a poco la pasión se hubiera apagado,
la comunicación se hubiera reducido, las equivocaciones
y los malentendidos se hubieran acumulado.
La literatura nunca le producía este efecto:
sus encuentros eran pasajeros con un libro, un
autor, un género; vivía pasiones consecutivas, a
veces largas, se desvivía por leer todas las obras
de un autor, luego se adentraba en su vida, destacaba
su estilo, y este autor le llevaba a otro, fuente
de su inspiración, era un sinfín de intereses jamás
ilusorios.
Con el tiempo se puso a observar a los lectores
de la biblioteca donde trabajaba. En su mente novelesca
nacían idilios, adivinaba con acierto las
emociones nacientes, las afinidades recíprocas o
unilaterales. Les aconsejaba lecturas que seguramente
acercarían sus almas. Luego esperaba el
primer estremecimiento, acechaba el primer beso,
el roce de manos ansiosas por juntarse en las mesas
de los escritorios.
Sentía celos, es verdad, pero hacer ella de hechicera,
con la ayuda de sus autores favoritos, a
veces osados, compensaba su vida gris y monótona
.Hasta se encariñó con algunos; reconocía en
su andar, sus vacilaciones, su mirada furtiva, un
parecido con la joven que fue.
Hasta aquel día en el que a una pareja se le
ocurrió acercarse a su mostrador. Los dos jóvenes,
cogidos de la mano, venían a agradecerle sus consejos,
le dijeron cuánto había influido tal novela,
tal relato que ella había alabado. Le dieron las gracias
por haber facilitado la eclosión de su amor,
haberlo encaminado hasta el sentimiento profundo
que los unía.
Unos años después, volvieron para invitarla a la
presentación de su primer libro, que habían escrito
a cuatro manos, y ella descubrió con deleite la
preciosa dedicatoria, que llevaba su nombre.
Nº 8—Tercera Era Página 43