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Revista Digital Valencia Escribe, número 8, 3ª era. Diciembre 2023

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Enganchada

Françoise-Claire Buffé

Cada día tenía sus encantos, pero aquel día fue diferente, incluso excepcional, porque trastornó definitivamente

a la bibliotecaria entrada en años y en carnes de aquella ciudad mediana del oeste de Francia.

Tomó conciencia de lo vacía que era su vida. Y, al mismo tiempo, de las infinitas posibilidades que

podría crear en su entorno.

Con doce añitos ya, apenas empezada la pubertad, le habían fascinado las librerías; pasear entre las

estanterías, rodeada de estos posibles amigos, detenerse ante una pila de libros, sacar del montón un

ejemplar, interesarse en la portada, curiosear adentrándose entre las páginas… Intentaba descifrar en la

foto del autor un brillo, un destello que la llevaría a leerlo. Leer la dedicatoria le resultaba a veces esperanzador

o, al contrario, le provocaba repulsión por lo complicada o hermética que suponía la comprensión

o por lo personal del destinatario. Podía ser un incentivo para la lectura la portada, hasta la elección

de las letras o los colores. Luego se deleitaba olfateando y tocándolas. Difícilmente conseguía salir

de la librería sin un libro o dos, que le costaba elegir entre los muchos que quería leer, a duras penas

descartaba algunos que con seguridad le hubieran encantado.

Por eso les dedicó su vida a los libros, al punto de olvidarse de la vida real. Los universos que los autores

creaban se sustituían a su entorno habitual, los personajes se convertían en sus amigos o sus

enemigos, en sus compañeros, sus cómplices o representaban los obstáculos que tenía que afrontar. Se

ponía nerviosa enfrente de la impotencia del protagonista cuando le ponían trabas, cuando tenía que demorar

un proyecto. Cuando sufría un duelo o una pérdida, ella sufría con él. Se enamoraba y esperaba

con él que se cumplieran las promesas del amor. Los besos no los daba a las personas de carne y hueso,

sino a los personajes ficticios que le hacían estremecer, ruborizarse,

cuando los arrebatos de pasión o sensualidad cobraban vida conforme

los leía descritos en el papel.

Tristán e Isolda fue su libro preferido durante los años de adolescencia.

Desde que tenía catorce años derramaba torrentes de lágrimas

al leer una historia triste y desesperada. Cada vez que abría el libro, lo

cual pasaba repetidas veces a la semana, se preguntaba cómo era posible

que, en la Edad Media, en las neblinas bretonas e inglesas, entre las rocas ariscas y las losas húmedas

y frías, entre el musgo de los bosques, pudiera existir una pasión tan devoradora, una necesidad

tan imperiosa, un amor tan exclusivo. Se imaginaba a sí misma víctima o poseedora de un filtro de

amor, deseaba con toda el alma que alguien la hechizara de esta forma, aunque le costara el sosiego,

aunque se quemara viva de deseo.

Era difícil sacarla de sus ensoñaciones, ahora como antes —cuando se diferenciaba del resto de los

adolescentes que buscaban contacto, enardecidos por los deseos de la carne— tardaba a veces en contestar

o en adaptarse a las peticiones y demandas de los parroquianos de la pequeña biblioteca en la que

había conseguido trabajar. Estar rodeada de libros, poder acariciar sus páginas, poner en valor un libro

que le había encantado o esconder otro al que negaba valor o interés llenaba su vida. A veces se quedaba

hasta muy tarde y ocurrió que se olvidara de la hora de cierre y se encontrara encerrada con sus amigos

de papel.

Estar rodeada de libros, poder

acariciar sus páginas, poner en

valor un libro que le había

encantado o esconder otro al

que negaba valor o interés

llenaba su vida

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