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Paula Bertúa
El trabajo de mirar
Saberes, prácticas y abordajes críticos de las
imágenes
Con la colaboración de Adrián Cangi,
Cynthia Francica, Gabriel Inzaurralde,
Alejandro León Cannock
Bernal, 2023
Universidad Nacional de Quilmes
Rector
Alfredo Alfonso
Vicerrectora
Alejandra Zinni
Colección Textos y lecturas en ciencias sociales
Dirigida por Margarita Pierini
Bertúa, Paula
El trabajo de mirar: saberes, prácticas y abordajes críticos de las imágenes /
Paula Bertúa; contribuciones de Cynthia Francica; Gabriel Inzaurralde;
Alejandro León Cannock. - 1a ed - Bernal: Universidad Nacional de Quilmes,
2023.
Libro digital, EPUB - (Textos y lecturas en ciencias sociales)
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-558-808-0
1. Comunicación Visual. 2. Imágenes. 3. Estudios Culturales. I. Francica,
Cynthia, colab. II. Inzaurralde, Gabriel, colab. III. Cannock, Alejandro León,
colab. IV. Título.
CDD 306
Primera edición ebook, 2023
Imágenes de tapa: fotografías de Rosana Simonassi (tomadas de Mácula, Ciudad
Autónoma de Buenos Aires, Fundación Alfonso y Luz Castillo, 2022)
© Paula Bertúa, 2023
© Universidad Nacional de Quilmes, 2023
Universidad Nacional de Quilmes
Roque Sáenz Peña 352
(B1876BXD) Bernal, Provincia de Buenos Aires
República Argentina
ediciones.unq.edu.ar
editorial@unq.edu.ar
ISBN 978-987-558-808-0
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
Hecho en Argentina
Índice
Trabajos impensados, por Margarita Pierini
Presentación
Capítulo1. Pensar las imágenes
La invisibilidad de lo visual
Testimonios sensibles
Variedades de imágenes, puntos de vista, puestas en escena
Foro de discusión 1
Capítulo 2. ¿Qué pueden las imágenes?
Una cosmología de las imágenes más allá de lo humano
La vida de las imágenes
Foro de discusión 2
Capítulo 3. Imagen y representación
Regímenes de visualidad: el lenguaje y el mundo
La representación presentada y representada
Imagen y texto, imagen/texto y representaciones-in-between
Foro de discusión 3
Capítulo 4. La imagen y su entramado formal, histórico y
estético-político
La imagen dialéctica: la imagen como forma de pensamiento
Pathosformel: la imagen como fórmula de sentimiento
La imagen síntoma: historia, anacronismo y tiempo de las imágenes
Foro de discusión 4
Capítulo 5. Imágenes de lo inimaginable
Gérard Wajcman: la imagen-velo y los límites de la representación
Lo real y la vanguardia de finales de siglo
Georges Didi-Huberman: la imagen-jirón y el llamado a la
imaginación
Lo infotografiable: puesta en foco y fuera de campo de la imagen
fotográfica
“Líneas de fuga”, por Gabriel Inzaurralde
Capítulo 6. La imagen en el campo expandido de la cultura
visual
Estudios visuales y cultura visual: hacia una definición del campo
Del giro lingüístico al giro visual
Los objetos visuales: entre la representación y la presentación
Producción de presencia y producción de sentido
Hito Steyerl: imágenes como fragmentos del mundo
Foro de discusión 6
Capítulo 7. Imagen, miradas, espectadores
El sujeto óptico: espectador, observador, actor
Lo que vemos y pensamos, lo que nos mira y piensa
“Re(v/b)elar al mundo. De la fotografía como doble-del-mundo a la
fotografía como espacialización del pensamiento”, por Alejandro
León Cannock
Capítulo 8. Imagen, género y diferencia
Representaciones, dispositivos y tecnologías de género
Modos de ver/modos de leer: intervenciones feministas en el tiempo,
las historias y los archivos
"El duelo en las artes visuales feministas chilenas: Bestiario de
Gabriela Rivera", por Cynthia Francica
Coda
Epílogo. El drama del dinamismo de las imágenes, por Adrián
Cangi
Bibliografía general
Autora, colaboradores, participantes
Longoni, “Imágenes invisibles. Acerca de las fotos de
desaparecidos”, en Blejmar, Jordana, Natalia Fortuny y Luis
Ignacio García (eds.), Instantáneas de la memoria. Fotografía y
dictadura en Argentina y América Latina, Buenos Aires, Libraria,
2013, pp. 25-28.
A partir de una relectura de las lógicas memorialísticas
contemporáneas, Gabriel Inzaurralde analiza la relación entre
memoria y política en una serie de producciones literarias y
culturales latinoamericanas ligadas a pasados traumáticos y que
ponen en tensión distintas temporalidades, desde propuestas
alternativas, aperturas y futuros posibles cifrados en clave de
imágenes dialécticas.
***
Líneas de fuga
Gabriel Inzaurralde (Universidad de Leiden, Países Bajos)
Imágenes en fuga
Memoria y política
El título del famoso libro de Didi-Huberman Imágenes pese a todo
expresa de manera absolutamente concentrada todo su
razonamiento y, por extensión, los contornos de un debate sobre el
valor de la imagen para representar el Holocausto. El todo en esta
frase representa las comprensibles objeciones de una parte de sus
adversarios: ninguna imagen puede dar cuenta del Holocausto y
toda pretensión en sentido contrario resultará una falsificación, y
hasta una blasfemia. Pero ninguna imagen puede ser el todo de
algo. Siempre cuentan una historia sesgada, una historia no-toda
que desesperadamente se quiso transmitir atravesando los límites
del presente. La otra objeción sería la del historiador: las imágenes
de mala calidad rescatadas por los miembros de los
Sonderkommandos, solo parcialmente pueden llegar a ser útiles
como documentos. El problema está precisamente en la
fenomenología de la imagen, es decir, en esa misma mala calidad
que estaría evidenciando sus condiciones de producción. Estas
imperfecciones, estos des-enfoques, forman una parte sustancial y
decisiva de la historia que se quiere reconstruir. Nos hablan del
riesgo, del terror y del coraje, pero también son imágenes que se
articulan con un fuera de campo (tanto de la foto como del campo de
concentración), al incluir por error una arboleda próxima. Lo humano
y lo inhumano aliándose en la destrucción. La máquina, el foco y un
pulso tembloroso, confabulados para componer una imagen posible
del horror. La parte fundamental de la frase es ese pese a todo. Las
fotos se hicieron pese a todo, pese a que hacerlas implicaba
acelerar la muerte, pese a que quizás nadie las iba a entender o
creer o compartir, y porque se hicieron, repetimos, con la intención
desesperada de contarnos esa historia. Leerlas pese a todo no es
un acto de curiosidad: es un deber y, en términos de Didi-Huberman
(y obviamente de Walter Benjamin), una forma de redención. Pero
hay algo más que solo el encuentro (o exhumación) de los originales
desoculta: las fotos del Holocausto nos hablan de una agencialidad
que en general no esperamos de las víctimas. Son un acto de
resistencia pese a todo. Una línea de fuga practicada en el centro
mismo de la pesadilla concentracionaria. Nuestra época se ha vuelto
renuente a aceptar esta agencialidad. Por eso las fotos fueron
recortadas y re-enmarcadas quitando precisamente del cuadro
original la mancha negra que delata las dificultades y las ansiedades
del fotógrafo, del agente, y concentrando lo visible en los únicos
personajes que interesan a la pasión memorística contemporánea:
la víctima y el verdugo. Estos recortes practicados sobre las propias
fuentes hablan más elocuentemente de nuestro presente que
decenas de libros sobre el tema.
Según el historiador Enzo Traverso (2019, pp. 114-115), el
obsesivo interés por la memoria que estalló a principios de los años
noventa no puede entenderse sin tomar en cuenta la inflexión
política, social e ideológica que se produjo en esos años. Para
entender las dimensiones de este cambio de paradigma, resultan
útiles algunos conceptos de Reinhart Koselleck (1993, pp. 333-357).
Para Koselleck, a partir de la Revolución Francesa, se produjo una
profunda transformación en nuestra experiencia del tiempo. El
equilibrio entre espacio de experiencia y horizonte de expectativa
quedó perturbado. La modernidad consagró el segundo término de
este binomio. A este proceso se lo conoce hoy como aceleración del
tiempo histórico (Koselleck, 1993, pp. 67-85). A principios de la
década del noventa del pasado siglo, nuestra relación con el tiempo
volvió a modificarse sustancialmente: el futuro dejó de iluminar el
pasado. François Hartog (2007) ha llamado a este nuevo giro el
“presentismo”. Nuestro joven siglo ha naturalizado una estructura
social sin bordes y que se experimenta a sí misma como inmanente
e inmutable, y en el marco de la cual el tiempo histórico se acelera
sin conmoverla en absoluto. La aceleración del tiempo histórico
junto a la cancelación del futuro ha llevado al sociólogo Harmut
Rosa a detectar en la vida contemporánea dos tendencias
aparentemente contradictorias: por un lado, una constante
aceleración de la vida, auspiciada por una innovación tecnológica
que aunque genera un continuo acortamiento de las distancias no
redunda, por ejemplo, en una mayor disposición de tiempo
significativo para el ser humano. Por el otro, esta aceleración no
parece dirigirse a ningún lado, carece de metas inteligibles y por
tanto de expectativas futuras de cambio. Rosa considera que la
incongruencia entre estas dos tendencias conforma un nuevo
equilibrio en nuestra experiencia del tiempo: una suerte de
“estabilización dinámica” (Rosa, 2016, p. 73). La convivencia
tardomoderna no se mueve hacia ninguna parte (el futuro está
cancelado), pero acelera cada vez más sus procedimientos. Enzo
Traverso afirma que el último cambio de siglo se caracterizó por una
crisis de la imaginación utópica. El presentismo sería un tiempo
suspendido entre un pasado que ya no pasa y un futuro que ya no
puede anticiparse ni predecirse salvo en forma de catástrofe, es
decir, un presente diluido que absorbe tanto el pasado como el
futuro: “(l)a tensión dialéctica entre pasado y futuro se rompe en un
mundo que se ha retirado en el presente” (Traverso, 2019, p. 115).
En este nuevo marco de referencia, simbolizado por la caída del
Muro de Berlín y la idea de un fin de la historia, los relatos sobre el
pasado se han convertido en advertencias “antitotalitarias” que
gradualmente se convierten en advertencias acerca de lo político. La
idea dominante sobre el pasado histórico que de alguna manera
alimenta afectivamente el tipo de aproximación académica a la
memoria en la actualidad es la sensación de que el pasado reciente
no fue otra cosa que una época de violencia irracional, un tiempo
abrumador que solo ha producido infinidad de víctimas. De hecho,
se trata del descubrimiento de la víctima como la gran figura
olvidada del siglo XX. Pero esta figura es ante todo una figura de
pasividad, de sufrimiento infinito. Su ejemplo emblemático son las
víctimas del genocidio nazi en los campos de concentración
europeos. Los indescriptibles crímenes del nazismo y su réplica en
los crímenes del estalinismo soviético han precedido y condicionado
las reflexiones sobre la memoria al final del siglo XX y a principios
del siglo XXI. La cualidad de protagonismo en estos nuevos relatos
está reservada casi exclusivamente a los verdugos o perpetradores.
La filosofía contemporánea deconstruyó la subjetividad moderna y
un nuevo moralismo condenó toda agencialidad política al margen
del Estado. El pasado inmediato ya no se concibe como un tiempo
de pugnas entre distintos proyectos de sociedad, entre distintos
futuros, es decir, como una época de luchas y cambios, sino como
una época de violencia indiferenciada. Lo que va quedando
obliterado en esta nueva manera de acercarse al siglo XX son las
historias de los que pese a todo enfrentaron o resistieron los
tiempos oscuros. Podríamos hablar esta vez con Jacques Rancière
no de vencedores ni de vencidos, sino de los “no-vencidos”
(invaincus) (Rancière, 2019b), los que de múltiples maneras han
quebrado la temporalidad hegemónica de los vencedores (a pesar
incluso de haber sido derrotados).
“En nuestros días, los actores del pasado deben alcanzar la
condición de víctimas para conquistar un lugar en la memoria
pública”, sostiene Traverso (2019, p. 116). La sensibilidad actual
sobre el pasado (lo que se transmite en las instancias educativas y
se privilegia en la investigación académica) es un tipo de trabajo de
memoria centrado en un permanente duelo donde lo que se
transmite a las nuevas generaciones no es la necesidad “de cambiar
el mundo”, sino la advertencia de que cualquier iniciativa política que
ponga en riesgo este presente democrático-liberal terminará en
desastre. La conmemoración se convierte así en una implícita
celebración del presente. El famoso desplazamiento de lo social
hacia lo memorístico nació afectado por una paradoja fundamental:
produjo un olvido nuevo, se eclipsaron antiguas formas de
subjetividad configuradas en torno a prácticas transformadoras. Se
produjo, en términos de Aleida Assman, un desplazamiento de la
ideología hacia la identidad, tanto individual como colectiva
(Assman, 2008, p. 54).
Lo eventualmente político en la memoria quedó circunscripto al
tema de la identidad. Sin embargo, como afirma Rancière, lo
propiamente político no tiene mucho que ver con la identidad o la
identificación, sino con los nombres impropios, con la desidentificación:
“la lógica de la subjetivación conlleva siempre una
identificación imposible” (Rancière, 2007, p. 121).
Esto significa que la identidad es una preocupación policial, no
política en el doble sentido que Rancière da a la palabra “policial”:
como control represivo del Estado y como gestión pública del
consenso democrático, reservando lo político para la situación de
disenso radical en torno a lo común. Cuando un grupo reunido en
torno a un daño invade el espacio público, lo hace siempre con
nombres impropios. Ese fue el papel que desempeñó el nombre de
“Locas de Plaza de Mayo” en 1977. Asumirlo en forma desafiante
fue un gesto político.
La obsesión por la identidad, la centralidad de la víctima y el
rechazo a concebir ideas universales de emancipación nos ha
conducido a un modo de relación con el pasado pautado por
memorias tribales condenadas a luchar infinitamente por un lugar
conmemorativo propio en el espacio público. Conocemos
ampliamente la dimensión abrumadora de la violencia del pasado
pero cada vez menos la verdadera naturaleza de los conflictos. Este
tipo de memoria despolitizada solo puede servir como imagen de
amedrentamiento en el presente (recuérdense las amenazas
veladas del presidente Menem en 1992 frente a las protestas contra
los indultos, o la amenaza militar ejercida por el presidente Piñera
en el Chile de la revuelta de octubre de 2019). Cuando se
despolitiza, la memoria se vuelve pedagogía del Estado, “terror
diferido”, como lo llamó Pilar Calveiro, un terror heredado y ambiguo
que se inscribe afectivamente en el cuerpo: la memoria de las
infinitas posibilidades destructivas del aparato del Estado.
El tiempo indeterminado de la emancipación
Jacques Rancière, en un libro reciente, conecta los desplazamientos
en la racionalidad de la ficción con la posibilidad de narrar otra
experiencia del tiempo. Una experiencia que aborde temporalidades
distintas o diagonales respecto a las de la dominación, a “tiempo de
los vencedores” (Rancière, 2019b, p. 135). La dimensión política de
la ficción literaria, en gran parte, se jugaría en esa posibilidad.
Desde un lenguaje filosófico muy diferente, Giorgio Agamben
propone un nuevo paradigma político donde las temporalidades
utópicas del pensamiento mesiánico (las que refieren al Jardín del
Edén y al Reino de Dios) recobren su justo lugar en el presente
(Agamben, 2020, pp. 113-142). Finalmente, una tercera manera de
situar esta exploración, que involucra la memoria y nuestro actual
régimen de historicidad, sería el llamado de Mark Fisher (2017) a
explorar los futuros cancelados, los futuros perdidos y su
potencialidad sumergida. ¿Cómo ha representado nuestra ficción las
temporalidades alternativas, las aperturas y los cierres de futuros
posibles? Exploraré en cuatro relatos clásicos, dos de Cortázar y
dos de Onetti, la figura de la fuga, usando y cruzando con cierta
libertad los conceptos de varios autores contemporáneos.
Cortázar: aperturas y claudicaciones
Hacia 1966, Julio Cortázar publicó uno de sus relatos más
memorables, “La autopista del sur” (Todos los fuegos el fuego,
1966). Es el relato de una detención inesperada, literalmente de un
freno, ya que trata, como se sabe, de un embotellamiento surrealista
en una autopista francesa. Un embotellamiento que probablemente
dura meses si se toma en cuenta el cambio de las estaciones
aunque se trata de un tiempo que en el fondo no puede medirse ni
calcularse. Es un caso clásico de postergación kafkiana que da
lugar a una efímera comunidad igualitaria. Como en otros relatos, a
Cortázar le basta con estirar un incidente banal hasta la
exasperación. El contratiempo se convierte en el operador de (o
pasaje a) una temporalidad-otra que surge inadvertidamente del
hiperbólico estiramiento de la espera. Obligados por la situación
(especialmente la escasez de agua y alimentos) a abandonar sus
vehículos y a tomar contacto directo y personal con sus
momentáneos compañeros de destino, los personajes de “La
autopista del sur” van tejiendo involuntariamente una red de
relaciones solidarias, de complicidad y ayuda mutua. Nunca surge
un nombre propio en esta historia: los personajes se identifican
hasta el final únicamente por la marca de sus coches. Es como si
estos individuos obligados a cooperar tan estrechamente nunca
puedan dejar de ser desconocidos. Obviamente, nunca se
abandonó el proyecto original de reanudar el viaje y avanzar hacia
París. Sin embargo, en este interregno pasan cosas importantes.
Hay gente que muere, hay encuentros decisivos, complicidades
nuevas, actos de coraje. Es como si el individuo redescubriese su
esencial coexistencia y copertenencia respecto a los otros y
redescubriese así capacidades insospechadas. El personaje que
focaliza la historia, el ingeniero, vive por ejemplo una historia de
amor con “la muchacha del Dauphine”, a la que incluso dejará
embarazada, pero ni siquiera este acontecimiento sentimental va a
sobrevivir al fin del embotellamiento. Cuando este finalmente
empieza a disolverse, todos se apresuran a volver a sus vehículos
donde vuelven a encerrarse y a marchar hacia adelante hasta que,
mezclados en el tráfico y azuzados por la velocidad recuperada, se
pierden de vista para siempre.
“La autopista del sur” es un relato de paradojas. Se nos habla del
surgimiento azaroso de una comunidad de carretera, de unas
identidades confundidas con las marcas de sus vehículos, de una
repentina libertad que no se identifica como tal y que solo puede
florecer cuando las máquinas se detienen; de unos conductores que
en el fondo son conducidos por sus vehículos, de una facultad de
pensar que se suspende al encender los motores: “en el volante
había una mujer con anteojos ahumados que miraba fijamente hacia
adelante. No se podía hacer otra cosa que abandonarse a la
marcha, adaptarse mecánicamente a la velocidad de los autos que
lo rodeaban, no pensar”.
Lo que el relato está proponiendo es que gracias al
embotellamiento, gracias precisamente al desajuste que implica la
detención en un espacio puramente funcional, consagrado
exclusivamente al tránsito incesante y a la velocidad (es decir, un
no-lugar en el sentido de Marc Augé), se suspende por un tiempo
indeterminado el mecanismo social que regula los bordes entre lo
posible y lo imposible. Se suspenden los múltiples apremios e
imposiciones que aceptamos bajo el nombre de realidad para dar
lugar a una temporalidad abierta a la contingencia y la
experimentación.
Por un lado, el hecho de que los personajes se conozcan según
las marcas de los automóviles resulta congruente con el universo de
la ruta, donde la identidad de quienes nos rodean solo puede
derivarse de las máquinas que conducen (algo que fue explotado
positivamente por la marca Renault en una publicidad). Por otro
lado, cuando el atasco indefinido transforma la carretera en un lugar
de encuentros y decisiones comunes, la identidad personal anterior
de cada uno de ellos deja de tener importancia. Al salir del coche,
los conductores ingresan en otro orden de identificación. Entonces
las marcas de coches se convierten en esos nombres impropios que
necesitan las hazañas colectivas. Finalmente tenemos el tiempo
indeterminado, un tiempo que no puede capturarse en los
dispositivos de medición habituales. Esto da lugar al fastidio y a la
angustia, pero también a la posibilidad. Aparece un tiempo donde
los relojes se vuelven inútiles: “Al principio la muchacha del
Dauphine había insistido en llevar la cuenta del tiempo, aunque al
ingeniero del Peugeot 404 le daba ya lo mismo. Cualquiera podía
mirar su reloj pero era como si ese tiempo atado a la muñeca
derecha o el bip bip de la radio midieran otra cosa” (Cortázar, 1966).
El reloj mide otra cosa, mide un tiempo que se ha dejado atrás, el
tiempo reglado y objetivo de las servidumbres laborales y los
imperativos sociales y familiares. Resulta llamativo que el único
personaje que se niega a aceptar las consecuencias de este cambio
de régimen cronológico y se empeña en permanecer fiel a su coche
y a la ley de la carretera, muere con las manos apretadas al volante.
Porque el grupo atrapado en el atolladero de la autopista acaba de
entrar en un tiempo de excepción y, sobre todo, un tiempo
indeterminado. Y es esa indeterminación la que abre la posibilidad
de fundar otro mundo.
La idea de un tiempo alternativo o de un tiempo paralelo que brota
de un contra-tiempo banal, y suspende las prescripciones
naturalizadas de un orden social aparece en varios relatos de Julio
Cortázar, notablemente en “El perseguidor”, donde el brillante y
autodestructivo saxofonista (Johnny) intenta comunicar a su amigo
Bruno, un prestigioso crítico musical, su experiencia íntimamente
decisiva con un tiempo reversible, multidireccional o simplemente
desquiciado; un tiempo liberado de la espacialidad y de la
causalidad, capaz de extenderse y contraerse infinitamente en
cuestión de segundos. Para dar cuenta de esta experiencia singular
que Johnny vive musicalmente, exasperando la tensión entre
melodía e improvisación, necesita de un descalabro en el lenguaje,
una explosión en la sintaxis: “Esto ya lo toqué mañana” (Cortázar,
1980, p. 292), dice, lo cual es una forma de describir la entrada en el
tiempo indeterminado tratando la propia lengua como una lengua
extranjera (una idea explorada por Deleuze y entre nosotros por
Ricardo Piglia). Johnny, el saxofonista salvaje, el visionario, muere
por una sobredosis y Bruno, su crítico (pero que es también su
protector y confidente) publica sobre él una biografía musical que
Johnny había desdeñado. El libro de Bruno es buen trabajo
profesional, es decir, convencional y por tanto mentiroso, esto es lo
que más o menos le dice Johnny a Bruno sobre su libro. Bruno
oculta por interés particular el lado inquietante de Johnny y de esta
manera consuma una traición: a cambio del éxito profesional,
convierte la singularidad incalculable de Johnny en algo
comunicable o intercambiable, es decir, en mercancía.
¿Qué clase de subjetividad engendran estas situaciones de
excepción? Si entendemos por subjetividad las distintas relaciones
que un individuo asume respecto a un acontecimiento, tal y como lo
elabora Alain Badiou en Lógica de los mundos: el sujeto reactivo, el
oscuro y el sujeto fiel (Badiou, 2008, p. 103), tendremos que concluir
que en “La autopista del sur”, los sujetos son reactivos ya que no
reconocen que algo ha tenido lugar, algo que de ser asumido, se
volvería incompatible con sus vidas normales. En “El perseguidor”,
por el contrario, Johnny es el nombre de un acontecimiento
estético/político, pero sobre todo es el gran acontecimiento en la
vida de Bruno. Si esto es así, Bruno sería un sujeto oscuro ya que a
pesar de haber sido expuesto a la singularidad musical/existencial
que encarnaría Johnny, y a pesar de que está en condiciones de
entenderla a cabalidad, Bruno opta por anular sus efectos (que
teme) falsificando la auténtica herencia de Johnny.
La violenta clausura de un futuro posible nunca es completa. Las
posibilidades abiertas durante los rarísimos interregnos
acontecimentales parecen dejar secuelas perennes en los
protagonistas. Es la duda del ingeniero al final de “La autopista del
sur” que se pregunta: “¿por qué esa carrera en la noche entre autos
desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el
mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia
adelante?”. Los personajes no retornan intactos a la normalidad, una
estela de la vivencia permanece en la memoria, los incomoda, como
“una vaga esperanza inútil” que los persiguiese por las calles “como
un perro sarnoso” (Cortázar, 1966, p. 146).
En estos años, la ficción modernista explora las experiencias
disruptivas que iluminan de alguna manera el carácter convencional
o artificioso de un determinado reparto sensible. Son líneas de fuga:
brechas en la cotidianidad por donde parecen haberse filtrado
fragmentos del paraíso (Agamben, 2020, p. 130). Muestran que la
temporalidad de la dominación no es la única posible.
No toda interrupción tiene el carácter de un acontecimiento, solo
aquellas que hacen ingresar en el tiempo objetivo y reglado otro
tiempo, el tiempo indeterminado que cambia fundamentalmente la
relación que mantenemos con el mundo. Sabemos que en la óptica
de Badiou un acontecimiento solo puede llegar a serlo
retrospectivamente cuando es reconocido y declarado por los que
han sido afectados por él. En “La autopista del sur”, las palabras del
ingeniero al final del relato, añorando la situación de excepción que
acaba de abandonar, es un vacilante y probablemente inútil
reconocimiento retrospectivo de que algo fundamental ha tenido
lugar. En “El perseguidor”, la experiencia de ruptura musical y
existencial que Johnny entrevió y persigue necesita de un punto de
apoyo exterior para tener consecuencias en algún mundo. Este
punto de apoyo debería haber sido Bruno, el único capaz de
entender esta revolución, el representante del conocimiento, es
decir, del saber enciclopédico vigente (que Johnny acaba de
desmontar). Si Bruno lo hubiese secundado, el acontecimiento
habría tenido lugar, se habría salvado. Pero esto no ocurrirá porque
Bruno teme las consecuencias de este derrumbe lógico,
especialmente las consecuencias que tendrá para su propia
estabilidad.
En “La autopista del sur”, Cortázar coloca en el centro de la trama
no a un profeta o artista visionario que condense individual y acaso
aristocráticamente la ruptura eventual con la inercia del mundo.
Coloca a un grupo de gente cualquiera en una carretera cualquiera,
coloca en el ruedo un fenómeno colectivo de socialización
alternativa. No se trata de una comunidad identitaria: su relación no
descansa en ninguna sustancialidad de raza, cultura, clase o nación.
Es una comunidad formada por azar que solo tiene en común el
lugar (la autopista) y el haber sido sus integrantes afectados por el
mismo accidente. Reunidos en torno a un mismo desafío (sobrevivir
a una situación inédita), experimentan formas alternativas de
convivencia social y viven el impacto de la apertura del tiempo, de la
apertura del presente. Esto los convierte en un potencial sujeto
colectivo. La disolución del embotellamiento cierra esta posibilidad
abierta. En ambos casos, los relatos presentan un dilema ético:
asumir el acontecimiento supone abolir el cálculo, aceptar el riego y
sus consecuencias; exige cierto coraje.
Cortázar compartió con Borges o aprendió de Borges esta
fascinación por las rearticulaciones oníricas que conectan espacios
y tiempos heterogéneos pero las alucinaciones son otras. En el
fondo del tiempo, no brilla el arquetipo ancestral que nos devuelve a
la repetición infinita (incluidas las infinitas permutaciones entre el
coraje y la cobardía), sino la fractura disolvente, la discontinuidad
que amenaza la frágil consistencia del presente. En el origen de
estos experimentos, parecen estar dos relatos que Juan Carlos
Onetti escribió a principios de la década de 1940 y que muy
probablemente impresionaron a Cortázar.
A mi modo de ver, los relatos deben leerse juntos. Se trata de
“Bienvenido Bob” y de “Un sueño realizado”. En ambos, los
personajes centrales son dos hombres y una mujer, y en ambos es
el tiempo o una experiencia del tiempo lo que resulta decisivo. El
primero es la historia de una venganza que no necesita acciones
sino el paso de los años para consumarse. El segundo relata una
especie de iluminación. En “Bienvenido Bob”, el tiempo es una
sucesión inexorable de horas y días que van devorando a los
personajes por dentro. En “Un sueño realizado”, por el contrario,
asistimos a una extraña performance que concentra toda una vida
en una efímera imagen onírica de felicidad. Mientras que en
“Bienvenido Bob” el tiempo consume a los personajes, en “Un sueño
realizado” una vida misteriosamente se consuma.
Recordemos que “Bienvenido Bob” es ante todo el relato de una
tensa relación: la que existe entre el carismático Bob y el
melancólico narrador. Bob es diez años menor y esto resulta
decisivo. El narrador admira y envidia a Bob, al que su juventud,
belleza y una presunta brillantez le permiten tener ambiciones (ser
arquitecto, construir una ciudad) y le dan el derecho a ser insolente.
El narrador pretende casarse con la hermana de Bob, Inés, pero
este lo impide porque entiende que el narrador es un ser mediocre y
sobre todo demasiado viejo. Bob le achaca no ser o no haber sido
extraordinario y sobre todo ser “un hombre hecho y deshecho”. El
narrador pierde a Inés a causa de la maledicencia de Bob y de esta
manera pierde su última oportunidad de pertenecer, aunque fuera
vicariamente, al universo de energías y ambiciones juveniles de
Bob. Lleno de resentimiento y conciencia de fracaso, el narrador
rompe con su amigo y se aleja. Su venganza llega una década más
tarde cuando los antiguos amigos vuelven a encontrarse en el
mismo café donde antes Bob hablaba de sus futuras hazañas, y
exponía su carisma, donde desplegaba todo el capital de su
juventud y su reserva de futuro. El narrador siente el impulso de
golpear a su enemigo pero las cosas cambiaron: Bob ha madurado
y el tiempo de las hazañas se le acabó. Ahora lo llaman Roberto y
está casado con una mujer a la que llama “mi señora”, y esto a
Onetti le parece suficiente como para mostrarnos que su vida se ha
vuelto ordinaria y banal. El narrador opta por una venganza más
refinada o más letal: vuelve a entablar amistad con él, lo acompaña
en las noches de copas, lo ayuda a emborracharse y lo anima a
alentar nuevas esperanzas que la resaca del día siguiente revelará
como vanas. Se convierte en el interesado y gozoso custodio de su
decadencia.
Desde el principio de esta historia, Onetti deja claro las leyes del
lugar: una jerarquía vital estructurada por franjas etarias, una
aristocracia juvenil, una mujer trofeo, obediente y guardiana de la
tradición y del orden de los espacios. La existencia está vertebrada
por una línea temporal exterior al sujeto e inexorable. Una línea de
dirección única que va de la riqueza a la pobreza, de la potencia a la
impotencia, de la fuerza a la decrepitud. Los años que nos quedan
son un capital condenado a decrecer y quien no actúa con la rapidez
suficiente se condena. La venganza del narrador se construye sobre
esa línea. No hay otra experiencia del tiempo que no sea la
entrópica.
Aunque montado sobre un reparto actancial similar –la vieja
amistad entre dos hombres atravesada por el desprecio y el
resentimiento, la presencia de una mujer que desencadena los
acontecimientos–, “Un sueño realizado” relata algo totalmente
distinto. El tiempo entrópico de la modernidad también se cierne
sobre todos los personajes pero mientras en “Bienvenido Bob” nada
ocurre, es decir, nada ocurre salvo el lugar y el cumplimiento de sus
leyes inflexibles, en “Un sueño realizado” puede efectivamente
hablarse de un acontecimiento. De manera evidente y múltiple,
Hamlet y su Sueño de una noche de verano gravitan
constantemente sobre esta historia. La narración está a cargo de
Langman, un empresario teatral jubilado y amargado que cuenta su
historia desde un asilo para artistas pobres. Langman es un
narrador resentido y fracasado y nada nos hace pensar que
simpatiza con los personajes y los acontecimientos que evoca. En el
tiempo pasado de la historia, Langman y Blanes son los últimos
miembros de una compañía teatral cuya gira por el interior ha
terminado en un fracaso. Ambos se encuentran varados en un
pueblo de provincia, sin poder volver a la capital. Langman, el
narrador, vive haciendo gestiones para conseguir algún dinero que
les permita pagar sus deudas de alojamiento y retornar. Blanes, en
cambio, el actor, un galán que ya no tiene la edad para serlo, vive
emborrachándose y visitando el prostíbulo local. Vive despilfarrando
el tiempo, mientras Langman intenta aprovecharlo y rentabilizarlo.
Ninguno de los dos consigue su objetivo. El narrador habla de sí
mismo y de Blanes en los marcos de una oposición que lo situaría a
él del lado del sentido práctico y la decencia y a Blanes del lado del
despilfarro, la inmoralidad y el aburrimiento. Al mismo tiempo, y
entre líneas, nos deja entrever cómo concibe Blanes esta oposición:
para Blanes, Langman es una persona vulgar y mediocre que jamás
leyó a Shakespeare. Su dedicación al arte (del teatro) es meramente
empresarial, un negocio que ni siquiera hace bien. En resumen:
Langman achaca a Blanes su conducta irresponsable y Blanes
achaca a Langman su filisteísmo.
Esta situación estática se quiebra con la aparición de “la mujer”.
La mujer aparece (y esta palabra es más exacta de lo que sugiere a
primera vista) en el hotel donde se aloja Langman para pedirle a
este que la ayude con un proyecto. El diálogo entre ambos es
memorable. Langman supone que la mujer quiere un favor banal
relacionado al mundo del teatro (un papel de actriz, representar una
obra propia, venderle un libreto). Mientras devora una milanesa,
intenta deshacerse de la mujer recurriendo a las excusas típicas en
el mundo del espectáculo. Pero la mujer no parece encajar en
ninguna de las taxonomías que Langman ensaya. Ella lo deja hablar
pero no pierde tiempo con explicaciones: le ofrece dinero y esto
cambia radicalmente las cosas. Langman concluye que la mujer
está loca pero acepta encantado el encargo. Estamos ante un
personaje femenino que no tiene nombre ni edad (aunque Langman
supone que está al borde de alcanzar la madurez). Su posición en la
historia no es como la de Inés en “Bienvenido Bob”. A esta mujer no
la definen ni el matrimonio, ni la tradición, ni la aristocracia de la
juventud, ni los espacios domésticos. Circula libremente por el
mundo de los hombres y tiene un proyecto propio que ella misma
financia y que carece de toda idea de utilidad, rentabilidad o
prestigio. Su proyecto tampoco encaja en ninguna categoría. Es una
especie de representación teatral, pero no existe libreto ni habrá
público. Se trata de representar un sueño que tuvo. Un sueño donde
fue feliz, “pero no es feliz la palabra sino otra clase de cosa”. En
rigor, tampoco se trata de una representación, como se descubre al
final, sino de reactualizar una reminiscencia. Langman localiza a
Blanes para que participe como actor y este se suma de mala gana.
La primera sorpresa para el narrador es el encuentro entre Blanes y
la mujer. Inexplicablemente, ambos parecen entenderse desde el
comienzo. La mujer ejerce en Blanes una extraña fascinación que
aparentemente nada tiene que ver con la atracción sexual. Mientras
Langman ultima los preparativos para la “función”, Blanes tiene
encuentros con la mujer, que Langman sospecha “inmorales”, entre
otras cosas porque provocan la habladuría de los vecinos del
pueblo. En el sueño que la mujer quiere representar, hay una calle,
un hombre de tricota azul (Blanes) que la cruza dos veces, un
puesto donde el hombre compra un jarro de cerveza. Hay una mujer
sentada en el cordón de la vereda. El hombre se sienta a su lado y
le acaricia la cabeza. Eso es todo. Para la mujer, todos los detalles
de esta secuencia son importantes. Los materiales que Langman
consiguió para simular una calle, el viejo coche en desuso y la
muchacha con ínfulas de actriz que haría de puestera (y que Blanes
trajo de algún local nocturno) le resultan deleznables. La función
comienza y Langman, ubicado en un extremo del escenario, relata
la escena. Es entonces cuando su relato cambia de tono. Todas las
frases empiezan con el verbo “ver” en indefinido de la primera
persona (como la enumeración caótica que Borges practica en “El
Aleph”). Se produce una suerte de transfiguración: Langman ve
efectivamente una calle, la calle de una ciudad verosímil, y en
Blanes no ve al actor borracho y envilecido sino a un joven de tricota
azul que la cruza para comprar un jarro de cerveza y se sienta al
lado de una “muchacha” a la que le acaricia la nuca. Cuando la
función termina y Langman empieza a recoger la utilería, Blanes y la
mujer continúan en la misma posición. Al cabo de un rato, Blanes se
pone de pie y golpea a Langman en el estómago: “—¿No se da
cuenta que está muerta, pedazo de bestia?”.
A pesar de lo enigmático (y para muchos patético) de esta
resolución, Langman, el hombre vulgar que nos habíamos
acostumbrado a entender como nos entenderíamos a nosotros
mismos, sufre una especie de repentina iluminación:
Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Blanes iba y venía por el
escenario, borracho, como enloquecido, y la muchacha del jarro de cerveza y
el hombre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta, comprendí qué
era aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando
Blanes borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía,
yendo y viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí todo claramente como
si fuera una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no
sirven después las palabras para explicar.
A diferencia de “Bienvenido Bob”, este segundo relato de Onetti
trabaja con la posibilidad de una experiencia del tiempo capaz de
contradecir los usos o las pautas sensibles de carácter policial (en el
sentido de Rancière) que rigen nuestra relación usual con el tiempo.
El primer relato propone un mundo en el que un tiempo lineal,
sucesivo y homogéneo convertido en capital irrecuperable devora
íntimamente a los personajes y organiza la sociedad entre quienes
disponen o no disponen de tiempo/de futuro. En este segundo grupo
se encuentran los mayores, que han dilapidado su capital temporal,
y las mujeres, dedicadas objetiva y subjetivamente a la
conservación y reproducción del mundo tal y como es. En el primer
grupo se encuentran los varones jóvenes, como Bob, cuyo prestigio
y poder se relaciona con el hecho de que tienen el tiempo “a favor” y
por tanto la capacidad de tener proyectos. En “Bienvenido Bob”, el
tiempo objetivo que se tiene o no se tiene, ese tiempo que no está a
nuestra disposición sino que más bien dispone de nosotros, es lo
que pauta la violencia. En “Un sueño realizado”, por el contrario, ese
estado de gracia en el que aparentemente cae la mujer solo
necesitó de unos minutos para consumar completamente una vida
pero es probable que mientras duró fuese subjetivamente eterno.
Langman es testigo de algo así como un tiempo-ahora, en el sentido
que Benjamin le daba a este concepto.[1] Esta invasión de tiempootro
en el tiempo convencional es quizás lo que Langman
comprendió “como una de esas cosas que se aprenden desde niño”,
es decir, que se aprenden inadvertidamente en un período de la vida
que es indiferente a los relojes y donde el tiempo es incalculable. Es
ese tiempo el que vuelve ahora: un instante con “astillas de tiempo
mesiánico”.
Lo que vehiculiza esa suerte de iluminación profana que redime
los cuerpos y los objetos ruinosos y afecta de lleno a Langman es el
sueño intransferible de la mujer, su dramatización. La acción de la
mujer no es una representación, ni un acto ni una ceremonia,
aunque de alguna manera participe de todas estas cosas. Podría
decirse que su acto es la consecuencia radical de una imagen, lo
que nos remite a la esencia de la onirocrítica: el sueño como lugar
de trasmisión de las verdades.
Recordemos que su empresa no persigue la rentabilidad ni el
prestigio y que incluso se sustrae a cualquier deseo explícito de
comunicar algo. Su opacidad, su indiferencia, el carácter sustractivo
respecto a lo prescrito por la lógica de la situación, convierten la
muerte de la mujer en un impasse, un hiato por el que algo así como
lo real, en el sentido lacaniano, emerge frustrando toda sapiencia y
arruinando todo semblante (Badiou, 2016, p. 41).
Si asumimos que este acontecimiento privado abre una
posibilidad, la de reconsiderar una manera de vivir y de habitar el
tiempo, tendremos que concluir que Langman, en tanto narrador, se
transforma en el punto de apoyo que sostiene esta nueva
posibilidad. Es un caso singular de sujeto fiel, ya que, aunque a
regañadientes, es él mismo el que narra el acontecimiento, es decir:
declara que algo todavía indiscernible pero verdadero, ha tenido
lugar. Esa será su hazaña pero también su condena. La incapacidad
de asumir esta antigua y nueva lucidez, de asumir el
acontecimiento, convertirá su vida posterior en un simulacro. De ahí
su amargura.
El presidio y el shopping
¿Cómo heredar un coraje?
GEORGES DIDI-HUBERMAN
En el barrio de Punta Carretas de la ciudad de Montevideo existe
desde 1994 un conocido centro comercial llamado Punta Carretas
Shopping. Es un edificio singular, porque la entrada es un arco o
antiguo portal que evoca el de las viejas fortalezas del siglo XVIII y
que nada parece tener que ver con la futurista construcción del
interior. Esto le da el aire posmoderno que caracterizó la época de
su construcción. En esa puerta anacrónica está el letrero con el
nombre del establecimiento. Solo si uno revisa fotos antiguas de
Montevideo descubrirá que en el lugar preciso de ese letrero había
otro que decía Penitenciaría. Porque este pintoresco arco no es del
siglo XVIII sino de 1915, cuando se inauguró en este barrio, entonces
relativamente despoblado y apartado, una prisión experimental. Más
tarde, el edificio fue conocido como el Penal de Punta Carretas. Fue
un lugar emblemático en la memoria colectiva de los
montevideanos, particularmente por sus fracasos: en 1931, un grupo
de conocidos anarquistas se fugaron del penal de manera
espectacular construyendo un túnel subterráneo. Se la llamó la fuga
de la carbonería por el lugar donde desembocaba el túnel. Varias
décadas después, en el ambiente políticamente turbulento de 1971,
106 presos políticos tupamaros y 5 presos comunes protagonizaron
lo que algunos llaman “La fuga del siglo” y otros “El abuso”. Lo
hicieron también por medio de un túnel (que además se cruza con el
viejo túnel de los anarquistas). Más allá de lo que pueda pensarse
sobre el accionar guerrillero de la época, y lejos de la ya vieja
discusión sobre la ingenuidad o la arrogancia de las vanguardias
revolucionarias o su eventual responsabilidad en la derrota, no
puede negarse que esta acción en particular supuso una hazaña
ingenieril y política. Durante los años posteriores, los del estado de
guerra interno y los de la dictadura militar, el penal fue uno de los
principales lugares de encierro y tortura para cientos de personas
que pagaron un altísimo precio por su involucramiento en lo que
ahora podemos definir como el último asalto de importancia al
sistema capitalista.
Según Hugo Achugar, el actual shopping, terminado en 1994,
representa con meridiana claridad la forma en que el Uruguay de la
posdictadura quería cerrar el pasado traumático. Transformando la
antigua cárcel en un shopping, el régimen de la restauración
democrática pretendió convertir el edificio en emblema de una
comunidad pacificada y articulada a un proyecto de país de
servicios, enmarcado en la nueva territorialidad del Mercosur. El
shopping o mall es un espacio abstraído y sustraído a la
contingencia y a cualquier tradición. Es el mismo en todas partes. El
surgimiento de estas monumentales construcciones en los años
noventa encarnó lo que hoy suele llamarse el cambio de época.
Digamos que inauguró la indiferencia neoliberal y quizás también la
actual atemporalidad de nuestro presente. Quien mejor ha estudiado
este fenómeno, como se sabe, fue Beatriz Sarlo en Escenas de la
vida posmoderna, donde escribió, por ejemplo:
El shopping se incrusta en un vacío de memoria urbana porque representa las
nuevas costumbres y no tiene que rendir tributo a las tradiciones; allí donde el
mercado se despliega, el viento de lo nuevo hace sentir su fuerza. El
shopping es todo futuro en tanto construye nuevos hábitos, se convierte en
punto de referencia, acomoda la ciudad a su presencia, acostumbra a la gente
a funcionar en el shopping.
[…] Evacuada la historia como souvenir, el shopping sufre una amnesia
necesaria a la buena marcha de sus negocios (Sarlo, 1994, pp. 16 y 19).
El pasado no interrumpe la laberíntica armonía de los trayectos y el
ambiente no puede narrarse ni politizarse. Es un espacio sin
trayectos obrados por el tiempo, sin memorias y sin historias que
nos distraigan de la mercancía. Son los remotos descendientes de
los antiguos pasajes de París que fascinaron a Benjamin, pero su
eventual flâneur estará perfectamente monitoreado y sus sentidos,
saturados: la temperatura no es la de la ciudad, sino la del aire
acondicionado, la audición está continuamente expuesta a la música
de atmósfera, el sentido del olfato se satura con perfumes y
fragancias varias y el sentido visual por la orquestación inteligente
de las vidrieras. En su interior predominan las superficies lisas,
propias de una estética del deslizamiento suave, sin rispideces ni
rugosidades. Los trayectos y sus finitas variaciones están dados de
antemano. El shopping es un espacio anestésico y amnésico
construido a espaldas de la ciudad real. El espacio está diseñado
para que uno deba recorrer varias tiendas hasta encontrar lo que
busca, pero ir en busca de algo específico, como quien va a una
ferretería, no es hacer un uso correcto del shopping. Allí se entra
para “descubrir” lo que uno necesita. Una vez dentro, la identidad de
cada individuo solo está determinada por la capacidad de compra
que puede exhibir y que es la que organiza las diferencias entre
inclusión y exclusión. Nada se interpone entre el comprador y la
mercancía, excepto la pobreza. Los centros comerciales de los
noventa fueron espacios educativos, cápsulas de utopía
mercantilista donde el transeúnte aprende a caminar y educa su
deseo. El relato “La autopista del sur” fue utilizado por la agencia de
publicidad Agulla & Baccetti como base narrativa para una campaña
publicitaria televisiva de la marca Renault en el año 2000. Es posible
que este cuento sea ahora más conocido por esta versión comercial,
que adultera esencialmente el relato, que por el texto de Cortázar.
Tanto esta publicidad como la transformación de la cárcel en
shopping forman parte de esa capacidad tradicional del capitalismo
para dirimir el viejo duelo entre subversión y captura. Para Marc
Fisher, esta tensión (la tensión entre Johnny y Bruno, por ejemplo)
ya ni siquiera existe. El gesto subversivo se ha convertido en un
estilo dentro del mainstream cultural, un pliegue más en la
regulación capitalista del deseo. La novedad artística, sensible o
política, ya nace encapsulada. Incluso la angustia que producía esta
captura ha desaparecido (Fisher, 2016, p. 30).
Hace casi treinta años que el Punta Carretas Shopping sigue en la
calle José Ellauri del barrio de Punta Carretas y su interior no ha
perdido un ápice de su lisura y aspecto novedoso. Se lo ve
perfectamente integrado a su entorno pero más bien habría que
decir que su entorno es su emanación, su consecuencia. Aunque ya
nadie podría concebir ese barrio sin la presencia poderosa del
shopping, no quedan muchas personas que lo asocien a la cárcel
que fue. Su construcción expresó claramente el deseo posdictatorial
de despolitizar el espacio justamente allí donde el poder fue
momentáneamente burlado. Solo muy recientemente, en 2020, se
ha colocado en la entrada un memorial. Consiste en una larga mesa
de piedra (que representa el espacio de las visitas) donde están
escritos los nombres de más de ochocientos luchadores sociales,
incluidos aquellos de la década de 1930 que habitaron la vieja
prisión. También hay un letrero que cuenta brevemente la historia de
los martirios y de las fugas. Pero esto apenas puede amenazarlo.
La trama subterránea del penal que vincula anacrónicamente dos
fugas célebres, tanto como las imágenes del sueño de la mujer, o el
sonido de la fuga bebop emprendida desde la máquina musical de
Johnny Carter, incluso las tomas desenfocadas realizadas por el
marino Alberto Errera desde los crematorios de Auschwitz, son
todas ellas imágenes supervivientes, restos de una búsqueda que el
realismo capitalista ha clausurado y reciclado. Su ontología débil las
convierte en una presencia espectral que solo un sismógrafo
sutilísimo podría registrar.
Dicen que el arquitecto argentino Juan Carlos López, cuando lo
llevaron a ver el edificio, pensó “esto es un mall, un mall de
presidiarios” (Achugar, 2003). Fue casi como una revelación. Dicen
que él y su equipo hicieron lo posible para mantener el espíritu del
lugar. Cuando después de años fuera de mi país entré en el Punta
Carretas Shopping explorando un edificio que conocí de niño al ir a
ver a mi padre y a otros familiares (presos políticos en los años
setenta), yo no tenía todavía ese leve entrenamiento que se
necesita para recorrer un shopping, y el ambiente saturado de
estímulos y de vigilantes me provocó una sensación creciente de
agobio. De hecho, me tomó bastante tiempo dar con la salida y por
unos minutos me imaginé encerrado y sin esperanza. Recuerdo
haber tenido durante ese breve lapso la sensación inversa a la de
Juan Carlos López. Me pareció presentir, detrás de los abalorios, los
viejos muros de la histórica cárcel. A esto probablemente llamamos
el “espíritu del lugar”. Pensé después que este breve percance
podía servir como una imagen muy pertinente para referirnos al
estado de la situación actual. Tenemos en general la intensa
sensación de que vivimos en un sistema con trayectos pautados y
previsibles que no tiene afuera, un capitalismo sin bordes que lo
abarca todo y a todos. Ninguna conspiración secreta acabará con él
porque se nutre de ellas. Es una idea que probablemente llevó al
suicidio a Mark Fisher, el autor de Realismo capitalista. Por otra
parte, no creo ya, como Sarlo escribió, que el centro comercial sea
todavía un adelanto del futuro. Creo que ese futuro había llegado ya
entonces, es decir, hace treinta años. Creo que este shopping es la
figura perfecta para este presente perpetuo que vive cambiando
frenéticamente de aspecto pero que siempre es el mismo. Tampoco
creo, como quizá llegó a creer Mark Fisher, que el futuro esté
definitivamente cancelado: solo necesitamos saber cómo cavar un
nuevo túnel.
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Notas
1 “Un concepto específico de presente como el del ‘tiempo-ahora’ [será] ese en el
cual se han esparcido astillas del mesiánico” (Benjamin, 2008, p. 318).