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condujo a una escalera corta. Mientras girábamos en una esquina, oí la voz del Rey.
No capté todo lo que estaba diciendo, pero no se me escapó la palabra «traición».
Hicimos una pausa en una entrada formada por las lanzas de dos estatuas de
bronce: Alyosha y Arkady, los Caballeros de Ivets, cuyas armaduras tenían estrellas
de hierro incrustadas. Hubiera sido lo que hubiera sido aquella cámara, ahora era la
sala de guerra de Nikolai. Las paredes estaban cubiertas de mapas y planos, y había
una enorme mesa de dibujo llena de trastos. Nikolai se reclinó contra su escritorio,
con los brazos y los tobillos cruzados, y expresión turbada.
Casi no reconocí al Rey y a la Reina de Ravka. La última vez que había visto a la
Reina, estaba envuelta en seda rosada con diamantes incrustados. Ahora llevaba un
sarafan de lana sobre una blusa sencilla de campesina. Su pelo rubio, apagado y
pajizo sin los cuidados de Genya, estaba recogido en un moño desordenado. Al
parecer, el Rey seguía siendo aficionado al atuendo militar. El galón dorado y la faja
de raso de su uniforme habían desaparecido, reemplazados por el verde militar del
Primer Ejército, que parecía incongruente con su complexión débil y su mostacho
grisáceo. Tenía aspecto frágil apoyado en la silla de su mujer, y la evidencia
incriminatoria de lo que Genya le había hecho estaba clara en sus hombros
encorvados y su piel suelta.
Cuando entré, los ojos del Rey se desorbitaron de forma casi cómica.
—No he pedido ver a esta bruja.
Me obligué a hacer una reverencia, esperando que la diplomacia que había
aprendido de Nikolai me fuera de utilidad.
—Moi tsar.
—¿Dónde está la traidora? —aulló, y de su boca saltaron unas gotitas de saliva.
Pues vaya con la diplomacia.
Genya dio un pasito hacia delante y sus manos temblaron mientras se bajaba el
chal. El Rey jadeó, y la Reina se cubrió la boca.
La habitación se sumió en un silencio como el que sigue a un cañonazo. Vi que
Nikolai comprendía lo sucedido, y me echó un vistazo con la mandíbula tensa. No le
había mentido exactamente, pero bien podría haberlo hecho.
—¿Qué es esto? —murmuró el Rey.
—Es el precio que ha pagado por salvarme —dije—, por desafiar al Oscuro.
El Rey frunció el ceño.
—Es una traidora a la corona. Quiero su cabeza.
Para mi sorpresa, Genya le dijo a Nikolai:
—Sufriré mi castigo si él sufre el suyo.
La cara del Rey se volvió púrpura. A lo mejor le daba un ataque al corazón y nos
libraba de tantas molestias.
—¡Permanece en silencio entre tus superiores!
Genya levantó la barbilla.
—No tengo superiores aquí.
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