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—¿Y su madre? —pregunté cuando se fue.
—Era una sirvienta del Pequeño Palacio —dijo Baghra, ajustándose más el chal
—. Es posible que sobreviviera, pero no hay forma de saberlo.
—¿Cómo lo lleva él?
—¿Tú qué crees? Nikolai tuvo que arrastrarlo mientras gritaba a ese barco
infernal. Aunque a lo mejor era solo sentido común. Al menos, ahora no llora tanto.
Moví el libro para sentarme junto a ella y eché un vistazo al título. Parábolas
religiosas… pobre niño. Después volví a dirigir mi atención hacia Baghra. Había
ganado algo de peso, y se sentaba más recta en su silla. Salir del Pequeño Palacio le
había hecho bien, aunque hubiera encontrado otra cueva cálida donde ocultarse.
—Tienes mejor aspecto.
—No tengo forma de saberlo —dijo amargamente—. ¿Decías en serio lo que le
has dicho a Misha? ¿Estás pensando en traer aquí a los estudiantes?
Los niños de la escuela Grisha de Os Alta habían sido evacuados a Keramzin,
junto con sus profesores y Botkin, mi antiguo instructor de combate. Su seguridad me
había estado preocupando durante meses, y ahora me encontraba en posición de hacer
algo al respecto.
—Si Nikolai acepta cobijarlos en la Rueca, ¿considerarías enseñarles?
—Hum… —dijo frunciendo el ceño—. Alguien tiene que hacerlo. Quién sabe las
porquerías que habrán estado aprendiendo con esa gente.
Sonreí. Desde luego, era un progreso. Pero mi sonrisa se desvaneció cuando
Baghra me golpeó en la rodilla con su bastón.
—¡Au! —chillé. La puntería de la mujer era asombrosa.
—Dame las muñecas.
—No tengo el pájaro de fuego. —Ella volvió a levantar el bastón, pero yo me
aparté—. Vale, vale. —Cogí su mano y la puse sobre mi muñeca desnuda. Mientras
ella toqueteaba hasta casi llegar al codo, pregunté—: ¿Cómo sabe Nikolai que eres la
madre del Oscuro?
—Me lo preguntó. Es mucho más observador de lo que sois los demás insensatos.
Debió de sentirse satisfecha de comprobar que no estaba ocultando de algún
modo el tercer amplificador, porque me soltó la muñeca con un gruñido.
—¿Y se lo dijiste sin más?
Ella suspiró.
—Esos son los secretos de mi hijo —dijo con cansancio—. No es mi trabajo
seguir guardándolos. —Se reclinó sobre su silla—. Así que una vez más has
fracasado al intentar matarlo.
—Sí.
—No puedo decir que lo sienta. En el fondo, yo soy incluso más débil que tú,
pequeña Santa.
Dudé, y después solté:
—Utilicé el merzost.
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