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cenar conmigo.
—Gracias —dijo Mal—, pero debería encargarme de equipar nuestra expedición
para buscar al pájaro de fuego.
Había habido un tiempo, no mucho antes, en el que Mal se hubiera enfadado al
pensar en dejarme a solas con el Príncipe Perfecto, pero Nikolai tuvo el buen sentido
de no mostrar sorpresa.
—Por supuesto. Enviaré a Nevsky a por ti cuando acabe. También podrá ayudaros
con vuestras habitaciones. —Le dio una palmada en el hombro a Mal—. Me alegra
verte, Oretsev.
La sonrisa que Mal le devolvió era sincera.
—A mí también. Gracias por el rescate.
—Todo el mundo necesita una afición.
—Pensaba que la tuya era pavonearte.
—Dos aficiones.
Se dieron la mano brevemente, y después Mal hizo una reverencia y se alejó con
el grupo.
—¿Debería ofenderme porque no quiera cenar con nosotros? —preguntó Nikolai
—. Mi mesa es excelente, y rara vez babeo.
No quería hablar del tema.
—Baghra —insistí.
—Estuvo impresionante en ese campo de cebada —continuó Nikolai, tomándome
del codo para conducirme de vuelta por el camino por donde habíamos venido—.
Nunca lo había visto mejor con la espada y el fusil.
Recordé lo que había dicho el Apparat: Los hombres luchan por Ravka porque el
Rey se lo ordena. Mal siempre había sido un rastreador muy talentoso, pero había
sido soldado porque todos éramos soldados, porque no tenía elección. ¿Por qué
luchaba ahora? Lo recordé saltando de la plataforma, rajando la garganta del soldado
con su cuchillo. Me he convertido en espada.
Me encogí de hombros, deseosa de cambiar de tema.
—No hay mucho que hacer bajo tierra, salvo entrenar.
—Se me ocurren algunas formas más interesantes de pasar el tiempo.
—¿Se supone que eso es una indirecta?
—Qué mente tan sucia tienes. Me refería a hacer puzles y leer atentamente textos
edificantes.
—No voy a volver a esa caja de hierro —dije mientras nos acercábamos a la
puerta en la roca—. Así que será mejor que me estés llevando hasta las escaleras.
—¿Por qué todo el mundo dice eso siempre?
Solté un suspiro de alivio mientras bajamos por unos escalones de piedra anchos
y deliciosamente inmóviles. Nikolai me condujo por un pasadizo curvado y yo me
quité el abrigo, comenzando a sudar. El piso que se encontraba justo debajo del
observatorio estaba considerablemente más cálido, y mientras pasábamos junto a una
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