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campaña de Halmhend, pero tardé en encontrarlo. Ahora simplemente lo llamamos
«la Rueca».
Entonces me di cuenta de que las columnas de bronce eran constelaciones: el
Cazador con su arco preparado, el Erudito inclinado y estudiando, los Tres Hijos
Insensatos, apiñados juntos, tratando de compartir un mismo abrigo. El Tesorero, El
Oso, el Mendigo. La Doncella Esquilada, aferrada a su aguja de hueso. Eran doce en
total: los radios de la Rueca.
Tuve que inclinar el cuello muy hacia atrás para ver la cúpula de cristal que había
en las alturas, sobre nosotros. El sol se estaba poniendo, y a través de ella podía ver el
cielo volviéndose de un exuberante y profundo color azul. Si entrecerraba los ojos,
podía distinguir una estrella de doce puntas en el centro de la cúpula.
—Hay mucho cristal —susurré, girando la cabeza.
—Pero no hay escarcha —señaló Mal.
—Tuberías calientes —dijo David—. Están en el suelo. Y probablemente también
incrustadas en las columnas.
Sí que hacía más calor en aquella habitación. Todavía hacía el frío suficiente
como para no querer separarme del abrigo ni de mi gorro, pero mis pies estaban
cálidos en mis botas.
—Hay calderas bajo nosotros —explicó Nikolai—. Todo el lugar se alimenta de
nieve fundida y vapor. El problema es el combustible, pero he estado acumulando
carbón.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Dos años. Comenzamos con las reparaciones cuando hice que convirtieran las
cavernas inferiores en hangares. No es un lugar ideal para las vacaciones, pero a
veces necesitas alejarte.
Me sentía impresionada, pero también nerviosa. Estar con Nikolai siempre era
así, observarlo moviéndose y cambiando, revelando secretos. Me recordaba a las
muñecas de madera que se metían una dentro de otra con las que jugaba de pequeña.
La diferencia era que en lugar de volverse más pequeño, se volvía cada vez más
grande y más misterioso. Al día siguiente probablemente me dijera que se había
construido un palacio de recreo en la luna. Es difícil llegar, pero menudas vistas.
—Examinad el lugar —nos dijo—. Familiarizaos con él. Nevsky está
descargando mercancía en el hangar, y yo tengo que ocuparme de las reparaciones del
casco.
Recordaba a Nevsky. Había sido un soldado del viejo regimiento de Nikolai, el
Vigésimo Segundo, y no le gustaban demasiado los Grisha.
—Me gustaría ver a Baghra —dije.
—¿Estás segura?
—Para nada.
—Te llevaré con ella. Será una buena práctica por si alguna vez tengo que llevar a
alguien a la horca. Y en cuanto hayas tenido tu castigo, Oretsev y tú podéis venir a
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