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Eran palabras duras, pero era cierto. Contra los soldados de sombras del Oscuro,
todo el mundo estaba prácticamente indefenso, sin importar la astucia o los recursos
que tuvieran.
—Nunca se sabe —replicó Nikolai—. He estado ocupado. Puede que todavía me
queden algunas sorpresas para el Oscuro.
—Por favor, dime que tu plan es disfrazarte de volcra y salir de una tarta.
—Bueno, pues me has arruinado la sorpresa. —Se apartó de la barandilla—.
Tenemos que atravesar la frontera.
—¿La frontera?
—Vamos hacia Fjerda.
—Ah, qué bien. Territorio enemigo. Y yo que estaba comenzando a relajarme.
—Estos son mis cielos —dijo Nikolai con un guiño. Después se alejó por la
cubierta, silbando una melodía desafinada y familiar.
Lo había echado de menos. Su forma de hablar. Su forma de enfrentarse a un
problema. Su forma de llevar la esperanza a dondequiera que fuera. Por primera vez
en meses, sentí que el nudo de mi pecho se aflojaba.
Pensaba que en cuanto cruzáramos la frontera nos dirigiríamos hacia la costa, o
tal vez incluso a Ravka Occidental, pero pronto nos desviamos hacia la cordillera
montañosa que había visto antes. De mis días como cartógrafa sabía que eran los
picos norteños de las Sikurzoi, la cordillera que se extendía entre las fronteras del sur
y del este de Ravka. Los fjerdanos las llamaban las «Elbjen», los codos, aunque
según nos acercábamos era difícil saber por qué. Eran enormes y cubiertas de nieve,
todas hielo blanco y roca gris. A su lado, las Petrazoi parecerían diminutas. Si aquello
eran codos, no quería saber a qué estaban unidas.
Nos elevamos más. El aire se volvió helado mientras atravesábamos la gruesa
capa de nubes que ocultaba los picos más escarpados. Cuando salimos de ella, solté
un jadeo, sobrecogida. Allí, las pocas cimas de las montañas lo suficientemente altas
como para atravesar las nubes, parecían flotar como islas en un mar blanco. La más
alta parecía estar sujeta por unos enormes dedos de escarcha y, mientras trazábamos
un arco a su alrededor, me pareció ver formas en el hielo. Una estrecha escalera de
piedra subía en zigzag por un lado del acantilado. ¿Qué lunático podría emprender
esa subida? ¿Y con qué posible propósito?
Rodeamos la montaña, acercándonos más y más a la roca. Justo cuando estaba a
punto de soltar un grito de pánico, viramos bruscamente a la derecha. De pronto, nos
encontramos entre dos paredes congeladas. El Pelícano giró y entramos en un hangar
de piedra que reverberaba.
Nikolai había estado verdaderamente ocupado. Nos apiñamos junto a la
barandilla, mirando el frenético ajetreo a nuestro alrededor. Había otros tres navíos en
el hangar: una segunda gabarra de carga como el Pelícano, el elegante Reyezuelo, y
otro barco similar que llevaba el nombre Avetoro.
—Es una especie de garza —explicó Mal, poniéndose un par de botas prestadas
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