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Ruina y ascenso - Leigh Bardugo

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Había unas quince personas en el convoy, la mayoría hombres y algunas mujeres,

todos cargados de armas. Vislumbré fragmentos de los uniformes del Primer Ejército,

pantalones oficiales metidos en botas de cuero claramente no reglamentarias, un

abrigo de infantería desprovisto de sus botones de latón.

Era imposible saber qué transportaban. Su cargamento estaba cubierto con mantas

para caballos y bien atado a los tablones de los vagones con cuerdas.

—¿Es una milicia? —susurró Tamar.

—Podría ser —dijo Mal—. Pero no sé dónde podría conseguir una milicia fusiles

de repetición.

—Si son contrabandistas, no conozco a ninguno de ellos.

—Podría seguirlos —sugirió Tolya.

—¿Y por qué no voy yo a bailar un vals en mitad de la carretera? —se mofó

Tamar. Tolya no resultaba precisamente silencioso a pie.

—Estoy mejorando —replicó Tolya, a la defensiva—. Además…

Mal los silenció con una mirada.

—Nada de perseguir y nada de luchar.

Mientras Mal nos internaba más entre los árboles, Tolya gruñó:

—Ni siquiera sabes bailar el vals.

Acampamos en un claro cerca de un estrecho afluente del Sokol, el río alimentado

por los glaciares de las Petrazoi, y el corazón del comercio en las ciudades portuarias.

Esperábamos estar lo suficientemente lejos de la ciudad y las carreteras principales

como para no tener que preocuparnos de que nadie nos descubriera.

Según los mellizos, el punto de encuentro de los contrabandistas se encontraba en

una plaza bulliciosa de Ryevost desde donde se veía el río. Tamar ya tenía una brújula

y un mapa en las manos. Aunque debía de estar tan cansada como el resto de

nosotros, tendría que marcharse de inmediato para llegar a la ciudad antes del

mediodía.

Odiaba dejar que se fuera directa a lo que podía ser una trampa, pero habíamos

acordado que tendría que ser ella quien fuera. El tamaño de Tolya lo hacía demasiado

visible, y ninguno de los demás sabíamos cómo trabajaban los contrabandistas, ni

cómo reconocerlos. Aun así, estaba de los nervios. Jamás había comprendido la fe de

los mellizos, ni lo que estaban dispuestos a arriesgar por ella. Pero cuando había

llegado la hora de elegir entre el Apparat y yo, habían demostrado su lealtad con total

transparencia.

Le di un rápido apretón de manos a Tamar.

—No hagas nada imprudente.

Nadia había estado merodeando cerca. Se aclaró la garganta y besó a Tamar en

ambas mejillas.

—Ten cuidado —le dijo. Tamar esbozó su sonrisa de Mortificadora.

www.lectulandia.com - Página 70

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