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de los compuestos minerales.
—A lo mejor él y Tolya logran dormirse el uno al otro —gruñó Zoya.
Ella no tenía derecho a quejarse. Aunque todos eran Etherealki, lo único que
parecían tener en común los Vendavales y los Inferni era lo mucho que les gustaba
discutir. Stigg no quería tener cerca a Harshaw porque no soportaba a los gatos.
Harshaw se ofendía continuamente a causa de Oncat. Adrik debía estar cerca de la
mitad del grupo, pero quería estar cerca de Zoya. Zoya no dejaba de escabullirse de la
parte delantera de la fila para alejarse de Adrik. Comencé a desear haber cortado la
cuerda para que todos se ahogaran en el río.
Y Harshaw no solo me molestaba, sino que me ponía nerviosa. Le gustaba frotar
el pedernal por los muros de la caverna, haciendo que saltaran chispas, y
continuamente se sacaba trozos de queso duro del bolsillo para dar de comer a Oncat,
y después se reía como si la gata hubiera dicho algo muy divertido. Una mañana, al
despertar nos encontramos con que se había afeitado los laterales de la cabeza, de
modo que su pelo carmesí era una única franja que bajaba de la frente a la nuca.
—¿Qué has hecho? —chilló Zoya—. ¡Pareces un gallo trastornado!
Harshaw se limitó a encogerse de hombros.
—Oncat se empeñó.
Sin embargo, los túneles a veces nos sorprendían con maravillas que dejaban sin
habla incluso a los Etherealki. Pasábamos horas sin nada que mirar salvo roca gris y
barro, y de pronto salíamos a una cueva de un azul pálido tan perfectamente redonda
y pulida que era como estar en el interior de un enorme huevo esmaltado.
Atravesábamos una serie de cuevecitas donde relucían lo que bien podían haber sido
rubíes auténticos. Genya las llamó el Joyero, y después de eso empezamos a
nombrarlas todas para pasar el rato. Teníamos el Huerto, una caverna llena de
estalactitas y estalagmitas que se habían fusionado para formar columnas esbeltas. Y
menos de un día más tarde nos encontramos con la Sala de Baile, una larga cueva de
cuarzo azul con un suelo tan resbaladizo que teníamos que arrastrarnos por él, y en
ocasiones caíamos sobre nuestros estómagos. También estaba la inquietante verja de
hierro parcialmente sumergida que llamamos Puerta del Ángel. Estaba flanqueada por
dos figuras aladas de piedra, con las cabezas inclinadas y las manos descansando
sobre sables de mármol. La manija funcionaba y la atravesamos sin problemas, pero
¿por qué la habían puesto allí? ¿Quién habría sido?
El cuarto día llegamos a una caverna con una laguna perfectamente inmóvil que
producía la ilusión de ser el cielo nocturno, pues sus profundidades centelleaban con
pequeños peces luminiscentes.
Mal y yo íbamos un poco por delante de los demás. Metió la mano en el agua, y
después soltó un grito y la sacó.
Muerden.
—Te está bien empleado —dije—. Oh, mira, un lago oscuro lleno de cosas
brillantes. Voy a meter la mano dentro.
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