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Ruina y ascenso - Leigh Bardugo

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descripciones de los experimentos que había realizado en animales, las ilustraciones

de sus disecciones. Hicieron que se me revolviera el estómago, y pensé que

Morozova se había merecido cualquier martirio que hubiera podido sufrir. Había

matado animales y después los había resucitado, a veces de forma repetida,

internándose más y más en el merzost, la creación, el poder de la vida sobre la

muerte, tratando de hallar la forma de encontrar amplificadores que pudieran

utilizarse juntos. Era un poder prohibido, pero muy tentador, y me estremecí al pensar

que perseguirlo podría haberlo vuelto loco.

Si seguía algún propósito noble, no lo vi en sus páginas. Sin embargo, sentí algo

más en sus escritos febriles, en su insistencia de que el poder estaba en todas partes

para utilizarlo. Había vivido mucho antes de la creación del Segundo Ejército. Era el

Grisha más poderoso que el mundo hubiera conocido jamás, y ese poder lo había

aislado. Recordé las palabras que me había dirigido el Oscuro: No hay más como

nosotros, Alina. Y jamás los habrá. Tal vez Morozova quería creer que si no había

otros como él, podría haberlos, podría crear Grisha de un poder superior. O tal vez tan

solo me estaba imaginando cosas, viendo mi propia soledad y mi codicia en las

páginas de Morozova. El caos de lo que conocía y lo que deseaba, mi atracción por el

pájaro de fuego, mi propia consciencia de ser diferente, se habían vuelto demasiado

difíciles de desenmarañar.

El sonido del agua corriente me sacó de mis pensamientos. Nos estábamos

acercando a un río subterráneo. Mal disminuyó el ritmo y me hizo caminar justo

detrás de él, señalando el camino con mi luz. Fue una buena idea, porque la pendiente

no tardó en llegar, tan escarpada y repentina que choqué contra la espalda de Mal y

estuve a punto de tirarlo por el borde, al agua que corría abajo con un rugido

ensordecedor. No conocíamos la profundidad del río, y de él se elevaban unas nubes

de vapor.

Atamos una cuerda a la cintura de Tolya y él vadeó el río y ató la cuerda al otro

lado, para que pudiéramos avanzar uno por uno pegados a ella. El agua estaba fría

como el hielo y me llegaba hasta el pecho. Su fuerza casi me arrastraba mientras me

aferraba a la cuerda. Harshaw fue el último en cruzar. Sentí un instante de terror

cuando tropezó y la cuerda estuvo a punto de partirse, pero entonces consiguió

levantarse, jadeando en busca de aliento, con Oncat empapada y escupiendo furiosa.

Para cuando Harshaw nos alcanzó, tenía la cara y el cuello llenos de arañazos.

Tras eso, todos estábamos deseando detenernos, pero Mal insistió para que

siguiéramos.

—Estoy empapada —se quejó Zoya—. ¿Por qué no podemos parar en esta cueva

fría y húmeda en lugar de en la próxima cueva fría y húmeda?

Mal no se detuvo, pero señaló el río con el pulgar.

—Por eso —gritó por encima del estruendo del agua—. Si nos están siguiendo,

será demasiado fácil que alguien nos ataque con ese ruido ocultándolo.

Zoya frunció el ceño, pero seguimos avanzando, hasta que finalmente dejamos

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