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controlar. Avanzábamos de forma frustrantemente lenta, en una larga fila con Zoya,
Nadia y Adrik distribuidos por ella, de modo que si había un derrumbamiento y
alguien quedaba atrapado, nuestros Vendavales pudieran levantar los escombros.
David y Genya se quedaban atrás continuamente, pero parecía que él fuera el
responsable del retraso. Finalmente, Tolya cogió la pesada mochila de los estrechos
hombros de David y gruñó.
—¿Qué tienes aquí dentro?
—Tres pares de calcetines, unos pantalones, una camiseta. Una cantimplora. Un
vaso y un plato de hojalata. Una regla de cálculo cilindrica, un medidor, un bote de
savia, mi colección de anticorrosivos…
—Se suponía que solo tenías que traer lo imprescindible.
David asintió comprensivamente.
—Eso es.
—Por favor, dime que no has traído todos los cuadernos de Morozova —dije.
—Por supuesto que sí.
Puse los ojos en blanco. Tenía que haber al menos quince cuadernos forrados de
cuero.
—A lo mejor van bien para encender el fuego.
—¿Está de broma? —preguntó David, con aspecto preocupado—. Nunca sé si
está de broma.
Lo estaba. En gran parte. Esperaba que los cuadernos arrojaran algo de luz sobre
el pájaro de fuego, y tal vez incluso sobre cómo podían ayudarme los amplificadores
a destruir la Sombra. Pero habían sido un callejón sin salida y, para ser honesta,
también me asustaban un poco. Baghra me había advertido acerca de la locura de
Morozova, y aun así yo esperaba encontrar sabiduría en su trabajo. En lugar de ello,
los cuadernos no habían sido más que un estudio sobre la obsesión, todo
documentado con unos garabatos casi indescifrables. Al parecer, los genios no podían
tener buena letra.
Sus primeros cuadernos documentaban sus experimentos: la fórmula tachada para
el fuego líquido, una forma de evitar la descomposición de la materia orgánica, las
pruebas que habían llevado a la creación del acero Grisha, un método para restaurar
el oxígeno en la sangre, el año interminable que había pasado buscando la forma de
crear un cristal irrompible. Sus habilidades iban mucho más allá que las de un
Hacedor corriente, y él era muy consciente de ello. Uno de los principios esenciales
de la teoría Grisha era que los similares se atraen, pero Morozova parecía creer que si
el mundo podía dividirse en las mismas partes diminutas, cualquier Grisha debería ser
capaz de manipularlas. «¿No somos todas las cosas?», se preguntaba, subrayando las
palabras para enfatizarlas. Era arrogante, audaz… pero seguía estando cuerdo.
Entonces comenzó su trabajo con los amplificadores, y hasta yo era capaz de ver
el cambio. El texto se volvió más denso, más desastroso. Los márgenes estaban llenos
de diagramas y flechas que señalaban pasajes anteriores. Peores aún eran las
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