07.08.2023 Views

Ruina y ascenso - Leigh Bardugo

Create successful ePaper yourself

Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.

—Sankta —susurró fervientemente. Cuando pensaba que mi vida no podía

volverse más extraña, sucedía.

En cuanto me desembaracé de Ruby, aproveché un último momento para hablar

con el Apparat en privado.

—Ya sabes lo que busco, sacerdote, y también el poder que blandiré a mi regreso.

Que no les pase nada a los Soldat Sol ni a Maxim.

No me gustaba dejar solo al Sanador ahí abajo, pero no podía obligarlo a unirse a

nosotros, no a sabiendas de los peligros a los que podríamos enfrentarnos en la

superficie.

—No somos enemigos, Sankta Alina —dijo el Apparat con suavidad—. Debéis

saber que lo único que siempre he querido es veros en el trono de Ravka.

Casi sonreí ante sus palabras.

—Lo sé, sacerdote. En el trono, y bajo tu merced.

Él inclinó la cabeza hacia un lado para contemplarme. El brillo fanático había

desaparecido de sus ojos, que simplemente parecían astutos.

—No sois lo que esperaba —admitió.

—¿No soy la Santa que vendíais?

—Una Santa inferior —dijo—. Pero tal vez una reina mejor. Rezaré por vos,

Alina Starkov.

Lo extraño fue que le creí.

Mal y yo nos encontramos con los demás en el Pozo de Chetya, una fuente natural en

el cruce entre cuatro de los túneles mayores. Si el Apparat finalmente decidía enviar a

un equipo a por nosotros, sería más difícil que nos siguieran el rastro desde allí. Al

menos esa era la idea, pero no habíamos contado con que muchos de los peregrinos

se fueran a presentar para despedirnos. Habían seguido a los Grisha desde sus

cámaras y se agrupaban alrededor de la fuente.

Todos llevábamos ropas corrientes de viaje, y habíamos guardado las keftas en

nuestro equipaje. Había cambiado mi túnica dorada por un abrigo pesado, un gorro de

piel, y el reconfortante peso de una pistola en mi cadera. De no ser por mi pelo

blanco, dudaba que ninguno de los peregrinos me hubiera reconocido.

Estiraban los brazos para tocarme la manga o la mano. Algunos nos daban

regalos, las únicas ofrendas que tenían: bollitos que se habían puesto tan duros como

para romper los dientes, piedras pulidas, trozos de encaje, racimos de lirios de sal.

Murmuraban plegarias por nuestra salud con lágrimas en los ojos.

Vi la sorpresa de Genya cuando una mujer le puso un chal de oración de color

verde oscuro sobre sus hombros.

—Negro no —dijo—. Para ti, negro no.

Noté un dolor en la garganta. No era solo el Apparat el que me había mantenido

aislada de esa gente: yo también me había distanciado de ellos. Desconfiaba de su fe,

www.lectulandia.com - Página 56

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!