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Vladim. Mi dormitorio se encontraba entre los más grandes de la Catedral Blanca,
pero seguía siendo un desafío acomodar allí a un grupo de doce personas. Nadie tenía
demasiado mal aspecto. El labio de Nadia estaba hinchado, y Maxim se estaba
ocupando de un corte sobre el ojo de Stigg. Era la primera vez que se nos permitía
reunirnos bajo tierra, y resultaba reconfortante ver juntos a los Grisha, apoyados en
los escasos muebles.
Mal no parecía sentirse muy cómodo.
—Esto es como viajar con una banda de música —gruñó entre dientes.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Sergei en cuanto hice que Vladim se
marchara—. Hace un momento estaba en la enfermería con Maxim, y al poco rato
estaba en una celda.
No dejaba de caminar de un lado para otro. Tenía una capa de sudor en la piel, y
sombras oscuras bajo los ojos.
—Cálmate —dijo Tamar—. Ya no estás tras los barrotes.
—Como si lo estuviera. Estamos todos atrapados aquí. Y ese cabrón tan solo está
buscando la oportunidad de librarse de nosotros.
—Si quieres salir de las cuevas, entonces esta es tu oportunidad —dije—. Vamos
a marcharnos. Esta noche.
—¿Cómo? —preguntó Stigg.
A modo de respuesta, dejé que la luz del sol resplandeciera en la palma de mi
mano durante un instante, como prueba de que mi poder había vuelto a prender en mi
interior, incluso aunque aquel pequeño gesto me costara mucho más esfuerzo del que
debería.
La habitación estalló en silbidos y vítores.
—Sí, sí —dijo Zoya—. La Invocadora del Sol puede invocar. Y solo han hecho
falta unas cuantas muertes y una pequeña explosión.
—¿Habéis hecho explotar algo? —preguntó Harshaw, lastimero—. ¿Sin mí?
Se encontraba apoyado contra la pared, junto a Stigg. Nuestros dos Inferni no
podían haber sido más distintos. Stigg era bajo y fornido, con un pelo rubio que era
casi blanco. Tenía la apariencia sólida y achaparrada de una vela de oración. Harshaw
era alto y delgaducho, con pelo más rojo que el de Genya, casi del color de la sangre.
Un flacucho gato atigrado anaranjado había llegado de algún modo hasta las entrañas
de la Catedral Blanca, y le había cogido cariño. Lo seguía a todas partes, y se metía
entre sus piernas o se subía a sus hombros.
—¿De dónde han salido esos polvos explosivos? —pregunté, sentándome junto a
Nadia y su hermano en el borde de mi cama.
—Los fabriqué cuando se suponía que estaba elaborando el bálsamo —explicó
David—. Justo como dijo el Apparat.
—¿Delante de los guardias?
—No saben nada acerca de la Pequeña Ciencia.
—Pues alguno debía de saber algo. Te pillaron.
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