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—Mírame —repliqué suavemente.
Él se obligó a levantar la mirada. Le puse la mano en la cara con suavidad, como
una madre, aunque él era un poco mayor que yo.
—¿Cómo te llamas?
—Vladim… Vladim Ozwal.
—Es bueno dudar de los Santos, Vladim. Y de los hombres.
Él asintió con la cabeza, tembloroso, mientras otra lágrima se le derramaba.
—Mis soldados llevan mi marca —dije, refiriéndome a los tatuajes que llevaban
los Soldat Sol—. Hasta este día os habéis apartado de ellos, os habéis enterrado en
vuestros libros y plegarias en lugar de escuchar a la gente. ¿Llevaréis ahora mi
marca?
—Sí —dijo fervientemente.
—¿Me juraréis lealtad, a mí y solo a mí?
—¡Por supuesto! —gritó—. ¡Sol Koroleva!
Reina del Sol.
El estómago me dio un vuelco. Una parte de mí odiaba lo que estaba a punto de
hacer. ¿No podría simplemente hacer que firmara algo? ¿Que hiciera un juramento
de sangre? ¿Que me hiciera una promesa firme? Pero tenía que ser más fuerte que
eso. Aquel chico y sus compañeros habían levantado las armas contra mí. No podía
permitir que aquello volviera a suceder, y aquel era el lenguaje de los Santos y el
sufrimiento, el lenguaje que ellos comprendían.
—Ábrete la camisa —ordené. Ya no era una madre cariñosa, sino una clase
distinta de Santa, una guerrera que blandía el fuego sagrado.
Sus dedos desabrocharon torpemente los botones, pero no dudó. Apartó el tejido,
dejando al descubierto la piel de su pecho. Seguía cansada y débil, y tenía que
concentrarme. Quería declarar algo, no matarlo.
Sentí la luz en mi mano. Puse la palma sobre la piel suave encima de su corazón y
dejé que el poder latiera. Vladim se encogió de dolor cuando la luz lo rozó,
chamuscándole la carne, pero no gritó. Tenía los ojos muy abiertos y no pestañeaba,
con expresión embelesada. Cuando aparté la mano, la forma de mi palma quedó
marcada en su pecho, con un intenso y palpitante color rojo.
No está mal, pensé sombríamente, para ser la primera vez que desfiguro a un
hombre.
Liberé el poder, agradecida de haber terminado.
—Ya está hecho.
Vladim se miró el pecho, y en su cara apareció una sonrisa beatífica. Me di cuenta
con una sacudida de que tenía hoyuelos. Hoyuelos y una horrenda cicatriz que
llevaría el resto de su vida.
—Gracias, Sol Koroleva.
—Levántate —ordené.
Él se puso en pie, mirándome con una enorme sonrisa. Todavía salían lágrimas de
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