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La advertencia estaba clara, y finalmente lo comprendí. Fuera real la conspiración
de los Grisha o fuera un subterfugio inventado por el Apparat, aquel era el momento
que había estado esperando, la oportunidad de aislarme por completo. No habría más
visitas al Hervidor con Genya, ni más conversaciones a escondidas con David. El
sacerdote utilizaría aquella oportunidad para separarme de cualquiera cuyas lealtades
estuvieran conmigo más que con su causa. Y yo era demasiado débil como para
detenerlo.
Pero ¿y si Tamar estaba diciendo la verdad? ¿Eran aquellos aliados realmente mis
enemigos? Nadia bajó la cabeza. Zoya mantuvo la barbilla en alto, y sus ojos azules
brillaban desafiantes. Era fácil creer que cualquiera de las dos, si no ambas, podría
ponerse en mi contra, buscar al Oscuro y ofrecerme como ofrenda con la esperanza
de obtener clemencia a cambio. Y David lo había ayudado a ponerme el collar del
ciervo en el cuello.
¿Podían haber engañado a Mal para que los ayudara a traicionarme? No tenía
aspecto de estar asustado ni preocupado: tenía el mismo aspecto que en Keramzin
cuando se disponía a hacer algo que iba a meternos a los dos en problemas. Tenía el
rostro amoratado, pero me di cuenta de que se había puesto más recto. Y entonces
echó un vistazo hacia arriba, casi como si estuviera mirando en dirección al cielo,
como si estuviera rezando, pero yo lo conocía bien. Mal nunca había sido religioso.
Estaba mirando la chimenea principal.
Conspiraciones y más conspiraciones. El nerviosismo de David. Las palabras de
Tamar. Confiáis en ella.
—Liberadlos —ordené.
El Apparat sacudió la cabeza, con la expresión llena de lástima.
—Nuestra Santa está siendo debilitada por aquellos que aseguran quererla. Mirad
lo frágil que es, lo enferma que está. Es la corrupción de su influencia. —Algunos de
los guardias asintieron con la cabeza, y vi aquel extraño brillo fanático en sus ojos—.
Es una Santa, pero también una chica joven dominada por la emoción. No comprende
las fuerzas que están en juego aquí.
—Comprendo que has perdido el rumbo, sacerdote.
El Apparat me dirigió aquella sonrisa compasiva e indulgente.
—Estáis enferma, Sankta Alina. No estáis en vuestro sano juicio; no sois capaz de
distinguir amigo de enemigo.
Por qué será, pensé sombríamente. Tomé aliento: aquel era el momento de
decidir. Tenía que creer en alguien, y no iba a ser en el Apparat, un hombre que había
traicionado a su Rey, después al Oscuro, y que sabía que organizaría mi martirio
alegremente si servía para su propósito.
—Vas a liberarlos —exigí—. No voy a advertírtelo dos veces.
Una sonrisa de suficiencia vaciló en sus labios. Detrás de la lástima, había
arrogancia. Era perfectamente consciente de lo débil que estaba, y no tenía más
remedio que esperar que los otros supieran lo que estaban haciendo.
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