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Ruina y ascenso - Leigh Bardugo

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pareja que dirigía el orfanato. Pero pagaban bien, y el chico era tan encantador que

era difícil enfadarse con él, incluso cuando se negaba a castigar a algún diablillo que

había llenado el vestíbulo de huellas de barro.

Se decía que era un pariente lejano del Duque, y aunque sus modales en la mesa

eran lo bastante correctos, parecía que fuera un soldado. Enseñaba a los estudiantes a

cazar y a poner trampas, y las nuevas técnicas de labranza que tanto gustaban al Rey

de Ravka. El propio Duque se había instalado en su casa de invierno de Os Alta. Los

últimos años de la guerra habían sido difíciles para él.

La chica era distinta, menuda y extraña, con un cabello blanco que llevaba suelto

por la espalda como si no fuera una mujer casada, en apariencia indiferente a las

miradas desaprobadoras y los chasquidos de lengua de los profesores y el personal.

Contaba a los estudiantes peculiares historias de barcos voladores y castillos

subterráneos, de monstruos que se comían la tierra y pájaros que se elevaban con alas

de fuego. A menudo se paseaba descalza por los pasillos y el olor a pintura fresca no

parecía desvanecerse nunca, pues siempre estaba comenzando algún nuevo proyecto,

dibujando un mapa en alguna de las paredes de las clases, o cubriendo el techo del

dormitorio de las chicas con arcoíris.

—No vale mucho como artista —resopló uno de los profesores.

—Pero desde luego tiene imaginación —respondió el otro, mirando con

escepticismo el dragón blanco que se enroscaba por la barandilla de las escaleras.

Los estudiantes aprendían matemáticas y geografía, ciencias y arte. Acudían

comerciantes de pueblos y aldeas cercanas para tomarlos como aprendices. El nuevo

Rey esperaba abolir el llamamiento a filas en unos pocos años, y si tenía éxito todos

los ravkanos necesitarían algo con lo que comerciar. Cuando se examinaba a los

niños para comprobar si tenían poderes Grisha, tenían la opción de elegir si querían ir

o no al Pequeño Palacio, y siempre eran bienvenidos si volvían a Keramzin. Por la

noche les decían que recordaran al joven Rey en sus plegarias; Korol Rezni, que

mantendría fuerte a Ravka.

Aunque el chico y la chica no fueran de la nobleza, desde luego tenían amigos en

lugares importantes. Llegaban regalos con frecuencia, a veces marcados con el sello

real: una colección de atlas para la biblioteca, unas robustas mantas de lana, un trineo

nuevo y un par de caballos blancos a juego para tirar de él. Una vez llegó un hombre

con una flota de barcos de juguete que los niños lanzaron al arroyo en una regata en

miniatura. Los profesores se dieron cuenta de que el desconocido era joven y guapo,

con pelo dorado y ojos color avellana, pero bastante extraño. Se quedó hasta tarde

para cenar y ni una sola vez se quitó los guantes.

Cada invierno, durante el banquete de Sankt Nikolai, una troika subía el camino

nevado y de ella bajaban tres Grisha vestidos con pieles y gruesas keftas de lana: roja,

púrpura y azul. Su trineo estaba abarrotado de presentes: higos y albaricoques

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