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Ruina y ascenso - Leigh Bardugo

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Con un movimiento rápido, clavé la hoja envuelta en sombras profundamente en

el corazón del Oscuro.

Produjo un sonido suave, poco más que una exhalación. Bajó la mirada hasta el

mango que le salía del pecho, y después la alzó hacia mí. Frunció el ceño, dio un paso

y se tambaleó ligeramente. Después se enderezó.

Una única risa brotó de sus labios, y unas finas gotitas de sangre aparecieron

sobre su barbilla.

—¿Así?

Le fallaron las piernas. Trató de detener su caída, pero su brazo cedió y se

desmoronó para caer sobre su espalda. Es muy sencillo. Los similares se atraen. El

propio poder del Oscuro. La propia sangre de Morozova.

—Cielo azul —dijo. Miré, y lo vi en la distancia, un pálido resplandor, cubierto

casi por completo por la niebla negra de la Sombra. Los volcra se estaban alejando de

él, buscando algún lugar donde esconderse—. Alina —suspiró.

Me arrodillé junto a él. Los nichevo’ya habían dejado de atacar. Volaban en

círculo ruidosamente sobre nosotros, sin saber muy bien qué hacer. Me pareció

distinguir a Nikolai entre ellos, elevándose hacia la franja azul.

—Alina —repitió el Oscuro, y sus dedos buscaron los míos. Me sorprendió

encontrar nuevas lágrimas que llenaban mis ojos. Alzó la mano y rozó con los

nudillos la humedad de mi mejilla. Una ligera sonrisa apareció en sus labios—.

Alguien que me llora. —Bajó la mano, como si el peso fuera demasiado—. No quiero

una tumba —jadeó mientras me apretaba la mano—, que puedan profanar.

—Está bien —dije, y cada vez caían más lágrimas. No quedará nada.

Se estremeció, y sus párpados cayeron.

—Una vez más —me pidió—. Di mi nombre una vez más.

Era antiquísimo, eso lo sabía. Pero en ese momento no era más que un chico, un

chico brillante, bendecido con demasiado poder, con una carga para toda la eternidad.

—Aleksander.

Cerró los ojos.

—No me dejes solo —murmuró. Y entonces se fue.

Un sonido como un gran suspiro nos atravesó, agitando mi pelo.

Los nichevo’ya explotaron, desperdigándose como cenizas en el viento, dejando a

los soldados y Grisha sobresaltados mirando los lugares donde habían estado. Oí un

grito de dolor y levanté la mirada a tiempo de ver cómo se disolvían las alas de

Nikolai, cómo la oscuridad brotaba de él en volutas negras mientras se precipitaba

hacia la arena gris. Zoya corrió hacia él, tratando de detener su caída con una

corriente ascendente.

Sabía que debía moverme. Debía hacer algo, pero no era capaz de mover las

piernas. Me desplomé entre Mal y el Oscuro, los últimos de la línea de Morozova.

Sangraba por la herida de bala. Me toqué la piel vacía del cuello, y me sentí desnuda.

Fui vagamente consciente de los Grisha del Oscuro retirándose. Algunos de los

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