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luz, pero no sucedió nada.
El Oscuro me miró fijamente y bajó los brazos. Las volutas de oscuridad se
disolvieron.
—No —dijo desconcertado, negando con la cabeza—. No. Esto no es… ¿Qué has
hecho?
—Seguid trabajando —ordené a los mellizos.
—Alina…
—Traédmelo de vuelta —repetí.
Sabía que lo que decía no tenía sentido; ellos no tenían el poder de Morozova.
Pero Mal podía sacar conejos de las rocas, podía encontrar el norte aunque estuviera
boca abajo. Encontraría la forma de volver a mí.
Me puse en pie, y el Oscuro avanzó a zancadas hacia mí. Llevó las manos hasta
mi garganta.
—No —susurró.
Solo entonces me di cuenta de que el collar se me había caído. Bajé la mirada y vi
que estaba hecho pedazos junto al cuerpo de Mal. Mi muñeca estaba desnuda; el
grillete también se había roto.
—Esto no está bien —dijo, y en su voz oí la desesperación, una angustia nueva y
desconocida. Sus dedos me rozaron el cuello y me tomaron el rostro. No sentí
ninguna oleada de seguridad. Ninguna luz se removió en mi interior para responder a
su llamada. Sus ojos grises examinaron los míos, confusos, casi asustados—. Estabas
destinada a ser como yo. Estabas destinada… Ahora no eres nada.
Bajó las manos, y me di cuenta de cómo lo comprendía de golpe. Estaba solo de
verdad. Y siempre lo estaría.
Vi cómo la desolación cruzaba sus ojos, sentí el vacío en su interior
ensanchándose cada vez más, un erial infinito. La calma lo abandonó, toda esa fría
seguridad, y gritó de rabia.
Abrió los brazos, invocando a la oscuridad. Los nichevo’ya se desperdigaron
como una bandada de pájaros espantados y atacaron a los Soldat Sol y a los
oprichniki por igual, cortándolos, apagando los rayos de luz ardiente que emitían sus
cuerpos. Sabía que el dolor del Oscuro no tenía fin. Simplemente seguiría creciendo y
creciendo.
Misericordia. ¿Lo habría entendido yo misma alguna vez? ¿Había creído de
verdad que sabía lo que era sufrir? ¿Perdonar? Misericordia, pensé. Por el ciervo, por
el Oscuro, por todos nosotros.
Si hubiéramos seguido atados por aquel vínculo, tal vez habría sentido lo que
estaba a punto de hacer. Mis dedos se retorcieron en la manga de mi abrigo, rodeando
de sombras la hoja de mi cuchillo; el cuchillo que había recogido de la arena, húmedo
con la sangre de Mal. Aquel era el único poder que me quedaba, uno que nunca había
sido mío realmente. Un eco, una broma, un truco de feria. Es algo que le arrebataste.
—No necesito ser Grisha —susurré—, para emplear el acero Grisha.
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