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volcra volaban en círculo. Veía estallidos de fuego de los Inferni, las formas borrosas
de los soldados que luchaban bajo el resplandor de los esquifes. En algún lugar, Tolya
y Tamar estaban llamándome.
—Mal…
Tenía la garganta en carne viva. No conocía mi propia voz.
Busqué la luz, tal como había hecho una vez en las profundidades de la Catedral
Blanca, buscando cualquier débil rastro, pero aquello era diferente. Notaba la herida
en mi interior, el agujero donde antes había habido algo completo y correcto. No
estaba rota: estaba vacía.
Aferré la camiseta de Mal con las manos.
—Ayúdame —jadeé.
¿Qué es infinito? El universo y la avaricia de los hombres.
¿Qué clase de lección era aquella? ¿Qué clase de broma enfermiza? Cuando el
Oscuro había jugado con el poder del corazón de la creación, la Sombra había sido su
recompensa, un lugar donde su poder no significaba nada, una abominación que lo
mantendría a él y a su país esclavizados durante cientos de años. Entonces, ¿era aquel
mi castigo? ¿Estaba Morozova loco de verdad, o tan solo era un fracaso?
—¡Que alguien me ayude! —grité.
Tolya y Tamar estaban corriendo hacia mí, con Zoya siguiéndolas, y sus cuerpos
iluminados por los recipientes de cristal llenos de lumiya. Tolya cojeaba, Zoya tenía
una quemadura por un lateral de la cara, y Tamar estaba prácticamente cubierta de
sangre por las heridas que le había hecho el nichevo’ya. Se detuvieron en seco cuando
vieron a Mal.
—Traedlo de vuelta —sollocé.
Tolya y Tamar se arrodillaron junto a él, pero vi la mirada que intercambiaban.
—Alina… —comenzó Tamar.
—Por favor —supliqué—. Traédmelo de vuelta.
Tamar le abrió la boca, tratando de meterle aire en los pulmones. Tolya puso una
mano sobre el pecho de Mal y aplicó presión sobre la herida, tratando de restaurar el
latido de su corazón.
—Necesitamos más luz —dijo.
Se me escapó una risa estrangulada. Levanté las manos, suplicándole a la luz y a
cualquier Santo que hubiera vivido alguna vez, pero no sirvió para nada. El gesto
parecía falso; era una pantomima. No había nada allí.
—No lo entiendo —sollocé mientras presionaba la mejilla húmeda contra la de
Mal. Su piel ya se estaba enfriando.
Baghra me lo había advertido: Puede que no seas capaz de sobrevivir al sacrificio
que requiere el merzost. Pero ¿qué sentido tenía aquel sacrificio? ¿Había vivido solo
para ser una lección sobre el precio de la avaricia? ¿Era la verdad sobre la locura de
Morozova, alguna clase de ecuación cruel que tomaba nuestro amor y nuestra pérdida
y los sumaba para dar como resultado la nada?
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