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Ruina y ascenso - Leigh Bardugo

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Un instante de pie me encontraba frente al Oscuro, y la habitación estaba borrosa

a mi alrededor.

—Por fin —dijo. Se giró hacia mí, y su hermoso rostro quedó enfocado. Estaba

reclinado contra la repisa chamuscada de una chimenea, cuyo contorno resultaba

enfermizamente familiar.

Sus ojos grises estaban vacíos, atormentados. ¿Era la muerte de Baghra lo que lo

había dejado así, o algún horrible crimen que habría cometido allí?

—Ven —me pidió con suavidad—. Quiero que veas esto.

Estaba temblando, pero dejé que me tomara la mano y la posara sobre la curva de

su hombro. Mientras lo hacía, la visión emborronada se aclaró y la habitación cobró

vida a mi alrededor.

Nos encontrábamos en lo que había sido el salón de Keramzin. Los sofás

desgastados estaban teñidos de negro por el hollín. El preciado samovar de Ana Kuya

estaba deslustrado y tirado de lado. Nada quedaba de las paredes salvo un esqueleto

chamuscado y serrado, los fantasmas de las puertas. La escalera de caracol de metal

que había llevado una vez a la sala de música se había desmoronado a causa del calor,

y sus escalones se habían fundido. El techo había desaparecido, de modo que podía

ver directamente a través de los escombros del segundo piso. En el lugar donde debía

haber estado el ático, tan solo había cielo gris. Qué raro, pensé estúpidamente. En

Dva Stolba brilla el sol.

—Llevo días aquí —dijo mientras me conducía entre los escombros, sobre las

pilas de residuos, a través de lo que había sido el vestíbulo—, esperándote.

Los escalones de piedra que llevaban hasta la puerta principal estaban llenos de

cenizas, pero intactos. Vi el largo camino recto de gravilla, los pilares blancos de la

verja de entrada, la carretera que llevaba hasta el pueblo. Habían pasado casi dos años

desde que había visto aquel lugar, pero era tal como lo recordaba.

El Oscuro me puso las manos en los hombros y me hizo girar ligeramente.

Mis piernas cedieron. Caí de rodillas, con las manos sobre la boca. Un sonido

desgarrador salió de mí, demasiado roto como para llamarlo grito.

El roble al que una vez había subido por una apuesta permanecía en pie, intacto

tras el incendio que había destrozado Keramzin. Sus ramas estaban ahora llenas de

cuerpos. Los tres instructores Grisha estaban colgados de la misa rama gruesa, y sus

keftas revoloteaban ligeramente en el viento; púrpura, roja y azul. Junto a ellos, la

cara de Botkin estaba casi negra por encima de la cuerda que se le había clavado en el

cuello. Estaba cubierto de heridas; habría muerto luchando antes de que lo colgaran.

Junto a él, Ana Kuya se balanceaba con su vestido negro, con el pesado llavero a la

cadera, y las puntas de sus botas casi rozando el suelo.

—Creo que era lo más cercano que tenías a una madre —murmuró el Oscuro.

Los sollozos que me sacudieron eran como latigazos. Hice una mueca con cada

uno, me doblé, me derrumbé sobre mí misma. El Oscuro se arrodilló junto a mí. Me

tomó las muñecas y me apartó las manos de la cara, como si quisiera observarme

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