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Un instante de pie me encontraba frente al Oscuro, y la habitación estaba borrosa
a mi alrededor.
—Por fin —dijo. Se giró hacia mí, y su hermoso rostro quedó enfocado. Estaba
reclinado contra la repisa chamuscada de una chimenea, cuyo contorno resultaba
enfermizamente familiar.
Sus ojos grises estaban vacíos, atormentados. ¿Era la muerte de Baghra lo que lo
había dejado así, o algún horrible crimen que habría cometido allí?
—Ven —me pidió con suavidad—. Quiero que veas esto.
Estaba temblando, pero dejé que me tomara la mano y la posara sobre la curva de
su hombro. Mientras lo hacía, la visión emborronada se aclaró y la habitación cobró
vida a mi alrededor.
Nos encontrábamos en lo que había sido el salón de Keramzin. Los sofás
desgastados estaban teñidos de negro por el hollín. El preciado samovar de Ana Kuya
estaba deslustrado y tirado de lado. Nada quedaba de las paredes salvo un esqueleto
chamuscado y serrado, los fantasmas de las puertas. La escalera de caracol de metal
que había llevado una vez a la sala de música se había desmoronado a causa del calor,
y sus escalones se habían fundido. El techo había desaparecido, de modo que podía
ver directamente a través de los escombros del segundo piso. En el lugar donde debía
haber estado el ático, tan solo había cielo gris. Qué raro, pensé estúpidamente. En
Dva Stolba brilla el sol.
—Llevo días aquí —dijo mientras me conducía entre los escombros, sobre las
pilas de residuos, a través de lo que había sido el vestíbulo—, esperándote.
Los escalones de piedra que llevaban hasta la puerta principal estaban llenos de
cenizas, pero intactos. Vi el largo camino recto de gravilla, los pilares blancos de la
verja de entrada, la carretera que llevaba hasta el pueblo. Habían pasado casi dos años
desde que había visto aquel lugar, pero era tal como lo recordaba.
El Oscuro me puso las manos en los hombros y me hizo girar ligeramente.
Mis piernas cedieron. Caí de rodillas, con las manos sobre la boca. Un sonido
desgarrador salió de mí, demasiado roto como para llamarlo grito.
El roble al que una vez había subido por una apuesta permanecía en pie, intacto
tras el incendio que había destrozado Keramzin. Sus ramas estaban ahora llenas de
cuerpos. Los tres instructores Grisha estaban colgados de la misa rama gruesa, y sus
keftas revoloteaban ligeramente en el viento; púrpura, roja y azul. Junto a ellos, la
cara de Botkin estaba casi negra por encima de la cuerda que se le había clavado en el
cuello. Estaba cubierto de heridas; habría muerto luchando antes de que lo colgaran.
Junto a él, Ana Kuya se balanceaba con su vestido negro, con el pesado llavero a la
cadera, y las puntas de sus botas casi rozando el suelo.
—Creo que era lo más cercano que tenías a una madre —murmuró el Oscuro.
Los sollozos que me sacudieron eran como latigazos. Hice una mueca con cada
uno, me doblé, me derrumbé sobre mí misma. El Oscuro se arrodilló junto a mí. Me
tomó las muñecas y me apartó las manos de la cara, como si quisiera observarme
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