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Sus voces se desvanecieron cuando nos agachamos para entrar en los confines
sombríos de la tienda. La luz del fuego se filtraba a través de las paredes de lona y
hacía que las sombras oscilaran. Sin decir palabra, nos tumbamos sobre las pieles.
Mal se aovilló junto a mí, con el pecho contra mi espalda, abrazándome con fuerza, y
su aliento era suave contra la curva de mi cuello. Así era como dormíamos con los
insectos zumbando a nuestro alrededor junto a las orillas del estanque de Trivka, en
las tripas de un barco hacia Novyi Zem, o en un catre estrecho de una casa de
huéspedes decadente en Cofton.
Su mano bajó deslizándose por mi antebrazo. Con suavidad, rozó la piel desnuda
de mi muñeca, dejando que sus dedos me tocaran, probando. Cuando se encontraron,
aquella fuerza nos atravesó a los dos, y aquella breve muestra de poder resultó casi
insoportable.
Se me cerró la garganta; por la tristeza, la confusión y aquel anhelo vergonzoso e
innegable. Desear aquello de él era demasiado, demasiado cruel. No es justo. Palabras
estúpidas, infantiles. Sin sentido.
—Encontraremos otra forma —susurré.
Los dedos de Mal se separaron, pero mantuvo la mano suelta alrededor de mis
muñecas mientras me acercaba más a él. Me sentí como siempre me había sentido en
sus brazos: completa, como si estuviera en casa. Pero ahora tenía que cuestionar
incluso eso. ¿Lo que sentía era real, o era el producto de un destino que Morozova
había puesto en marcha cientos de años antes?
Mal me apartó el pelo del cuello y me dio un beso suave y breve por encima del
collar.
—No, Alina —dijo en voz baja—. No lo haremos.
El viaje de vuelta a Dva Stolba pareció más corto. Nos quedamos en las zonas
montañosas, en los lomos estrechos de las colinas, mientras la distancia y los días se
desvanecían bajo nuestros pies. Avanzábamos con mayor rapidez porque el terreno
nos resultaba familiar y Mal ya no estaba buscando señales del pájaro de fuego, pero
también me sentía como si el tiempo estuviera contrayéndose. Temía la realidad que
nos esperara en el valle, las decisiones que tendríamos que hacer, las explicaciones
que tendríamos que dar.
Viajamos casi en silencio. Harshaw tarareaba de vez en cuando o le susurraba
algo a Oncat, pero los demás estábamos sumidos en nuestros propios pensamientos.
Tras aquella primera noche, Mal mantuvo las distancias, y yo no me había acercado a
él. Ni siquiera sabía muy bien lo que quería decir. Su humor había cambiado; la
calma seguía estando ahí, pero ahora tenía la escalofriante sensación de que estaba
absorbiendo el mundo, memorizándolo. Levantaba la cara hacia el sol y cerraba los
ojos, o rompía un tallo de caléndula y lo presionaba contra su nariz. Cazaba para
nosotros cada noche que teníamos refugio suficiente para hacer un fuego. Señalaba
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