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Ruina y ascenso - Leigh Bardugo

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Sus voces se desvanecieron cuando nos agachamos para entrar en los confines

sombríos de la tienda. La luz del fuego se filtraba a través de las paredes de lona y

hacía que las sombras oscilaran. Sin decir palabra, nos tumbamos sobre las pieles.

Mal se aovilló junto a mí, con el pecho contra mi espalda, abrazándome con fuerza, y

su aliento era suave contra la curva de mi cuello. Así era como dormíamos con los

insectos zumbando a nuestro alrededor junto a las orillas del estanque de Trivka, en

las tripas de un barco hacia Novyi Zem, o en un catre estrecho de una casa de

huéspedes decadente en Cofton.

Su mano bajó deslizándose por mi antebrazo. Con suavidad, rozó la piel desnuda

de mi muñeca, dejando que sus dedos me tocaran, probando. Cuando se encontraron,

aquella fuerza nos atravesó a los dos, y aquella breve muestra de poder resultó casi

insoportable.

Se me cerró la garganta; por la tristeza, la confusión y aquel anhelo vergonzoso e

innegable. Desear aquello de él era demasiado, demasiado cruel. No es justo. Palabras

estúpidas, infantiles. Sin sentido.

—Encontraremos otra forma —susurré.

Los dedos de Mal se separaron, pero mantuvo la mano suelta alrededor de mis

muñecas mientras me acercaba más a él. Me sentí como siempre me había sentido en

sus brazos: completa, como si estuviera en casa. Pero ahora tenía que cuestionar

incluso eso. ¿Lo que sentía era real, o era el producto de un destino que Morozova

había puesto en marcha cientos de años antes?

Mal me apartó el pelo del cuello y me dio un beso suave y breve por encima del

collar.

—No, Alina —dijo en voz baja—. No lo haremos.

El viaje de vuelta a Dva Stolba pareció más corto. Nos quedamos en las zonas

montañosas, en los lomos estrechos de las colinas, mientras la distancia y los días se

desvanecían bajo nuestros pies. Avanzábamos con mayor rapidez porque el terreno

nos resultaba familiar y Mal ya no estaba buscando señales del pájaro de fuego, pero

también me sentía como si el tiempo estuviera contrayéndose. Temía la realidad que

nos esperara en el valle, las decisiones que tendríamos que hacer, las explicaciones

que tendríamos que dar.

Viajamos casi en silencio. Harshaw tarareaba de vez en cuando o le susurraba

algo a Oncat, pero los demás estábamos sumidos en nuestros propios pensamientos.

Tras aquella primera noche, Mal mantuvo las distancias, y yo no me había acercado a

él. Ni siquiera sabía muy bien lo que quería decir. Su humor había cambiado; la

calma seguía estando ahí, pero ahora tenía la escalofriante sensación de que estaba

absorbiendo el mundo, memorizándolo. Levantaba la cara hacia el sol y cerraba los

ojos, o rompía un tallo de caléndula y lo presionaba contra su nariz. Cazaba para

nosotros cada noche que teníamos refugio suficiente para hacer un fuego. Señalaba

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