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Yo también me había equivocado. La hermana de Baghra no había sido Grisha. Había
sido otkazat’sya después de todo.
—Debías de haberlo sabido —dijo Zoya, sentándose al otro lado del fuego. Su
mirada era acusatoria.
¿Lo sabía? Cuando noté la sacudida aquella noche en la banya, había supuesto
que era algo dentro de mí.
Y a pesar de ello, cuando miraba hacia atrás el patrón parecía claro. La primera
vez que había utilizado mi poder fue con Mal muriendo en mis brazos. Habíamos
pasado semanas buscando al ciervo, pero lo encontramos después de nuestro primer
beso. Cuando el azote marino se mostró ante nosotros yo estaba rodeada por sus
brazos, cerca de él por primera vez desde que nos habían obligado a montar en el
barco del Oscuro. Los amplificadores querían estar unidos.
¿Y acaso no habían estado unidas nuestras vidas desde el principio? Por la guerra.
Por el abandono. A lo mejor era algo más. No podía ser casualidad que hubiéramos
nacido en aldeas vecinas, que hubiéramos sobrevivido a la guerra que había acabado
con nuestras familias, que los dos acabáramos en Keramzin.
¿Era aquella la verdad tras el don de Mal para rastrear, que de algún modo estaba
atado a todo, a la creación en el corazón del mundo? ¿Que no fuera un Grisha, ni
tampoco un amplificador corriente, sino algo completamente distinto?
Me he convertido en espada. Un arma que utilizar. Cuánta razón tenía.
Me cubrí la cara con las manos. Quería extraer ese conocimiento de mi interior,
sacarlo de mi cráneo. Ansiaba el poder que había más allá de la puerta dorada, lo
deseaba con un frenesí puro y doloroso que me daba ganas de arrancarme la piel. El
precio de aquel poder sería la vida de Mal.
¿Qué era lo que había dicho Baghra? Puede que no seas capaz de sobrevivir al
sacrificio que requiere el merzost.
Mal regresó poco después con dos conejos gordos. Oí los sonidos de él y Tolya
trabajando mientras limpiaban y asaban los animales, y pronto olí la carne
cocinándose, pero no tenía apetito.
Nos quedamos ahí sentados, escuchando las ramas restallando y siseando en el
calor de las llamas, hasta que Harshaw habló por fin.
—Si alguien no habla pronto, voy a prenderle fuego al bosque.
Así que di un sorbo de la botella de Zoya y hablé. Las palabras salieron con
mayor facilidad de lo que esperaba. Les conté la historia de Baghra, el horrible relato
de un hombre obsesionado, de la hija a la que había descuidado, de la otra hija que
casi había muerto por ello.
—No —me corregí—. Sí que murió ese día. Baghra la mató, y Morozova la
resucitó.
—Nadie puede…
—Él podía. No era curación. Era resurrección, el mismo proceso que utilizó para
crear los otros amplificadores. Está todo en sus cuadernos.
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