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Ruina y ascenso - Leigh Bardugo

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brazo de cuajo. Mal me había sujetado justo por debajo del codo. Estaba tendido

sobre su estómago, colgado del borde del peñasco, y el pájaro de fuego volaba sobre

él en círculos bajo la luz menguante.

—¡Te tengo! —gritó, pero su mano se deslizaba en la piel húmeda de mi

antebrazo.

Mis pies se balancearon sobre la nada, y el corazón me latía con fuerza en el

pecho.

—Mal… —dije con desesperación.

Él se estiró aún más. Íbamos a caer los dos.

—Te tengo —repitió, y sus ojos azules eran ardientes. Sus dedos se cerraron

alrededor de mi muñeca.

La sacudida nos agitó a los dos al mismo tiempo, la misma sacudida crepitante

que habíamos sentido aquella noche en el bosque, cerca de la banya. Hizo una mueca.

Esta vez no teníamos más remedio que sujetarnos con fuerza. Nuestros ojos se

encontraron, y el poder creció entre nosotros, resplandeciente e inevitable. Tuve la

sensación de que se abría una puerta, y lo único que quería era saborearla; aquella

euforia perfecta y reluciente no era nada en comparación con lo que había al otro

lado. Olvidé dónde me encontraba, lo olvidé todo, salvo la necesidad de cruzar ese

umbral, de reclamar ese poder.

Y con esa sed acudió a mí una terrible comprensión. No, pensé desesperada. Esto

no.

Pero era demasiado tarde. Lo sabía.

Mal apretó los dientes, y noté que me agarraba con más fuerza. Mis huesos se

frotaron entre ellos. El ardor del poder resultaba casi insoportable, un gemido sordo

que me llenaba la cabeza. El corazón me latía con tanta fuerza que pensé que no

sobreviviría. Necesitaba cruzar esa puerta.

Entonces, milagrosamente, Mal me alzó centímetro a centímetro. Toqueteé la roca

con la otra mano, buscando la parte superior del peñasco, y finalmente hice contacto.

Mal me agarró ambos brazos, y me retorcí hasta estar a salvo sobre el altiplano.

En cuanto su mano soltó mi muñeca, la estremecedora ráfaga de poder se suavizó.

Nos arrastramos para alejarnos del borde, con los músculos temblando, jadeando en

busca de aliento.

El grito reverberante volvió a sonar, y el pájaro de fuego se precipitó hacia

nosotros. Nos pusimos de rodillas. Mal no tuvo tiempo de sacar el arco, pero se puso

delante de mí, con los brazos extendidos mientras el pájaro de fuego chillaba y se

lanzaba hacia nosotros, con las garras extendidas directamente hacia él.

El impacto nunca llegó. El pájaro de fuego se quedó cerca de nosotros, con las

garras a apenas unos centímetros del pecho de Mal. Batió las alas una vez, dos,

empujándonos hacia atrás. El tiempo pareció ralentizarse, y nos vi reflejados en sus

grandes ojos dorados. Su pico era afilado como una cuchilla, y sus plumas parecían

arder con su propia luz. A pesar de mi miedo, sentí admiración. El pájaro de fuego era

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